de nuevo, los denominados matrimonios de conveniencia, ocupan la primera plana veraniega con motivo de lo sucedido en la población barcelonesa de Rubí, donde una funcionaria del Registro Civil, auxiliada por un familiar abogado, iba camino de desbancar a la Ciudad Eterna como referente internacional del amor en el ejercicio del inestimable oficio de alcahueta, tan magistralmente ilustrado en La Celestina por Fernando de Rojas, poniendo en relación a parejas donde una parte nativa ofrecía la nacionalidad y otra parte extranjera ponía 3.000 euros a cambio. Pero la envidia de nuevo ha frustrado tan rico yacimiento de casamientos, en esta ocasión a través de una juez que seguramente no podía soportar que haya gente a la que el matrimonio le conviene, cuando la regla debe ser lo contrario: que las personas contraigan matrimonio de inconveniencia o, por lo menos, que se vuelvan tales tras pasar por la sacristía o el juzgado.

Las personas que en su sano juicio históricamente han contraído matrimonio libremente suelen hacerlo por motivos bien concretos, como pueden ser adquirir, sumar o mantener patrimonio entre las clases pudientes; consolidar alianzas, garantizar la paz o favorecer el acceso al trono en el caso de la oligarquía; pagar y cobrar deudas; desprenderse de bocas que comer; tener un número suficiente de vástagos que garanticen una confortable vejez en el caso de los pobres; procurarse una tapadera para esconder la homosexualidad; contar con una criada dócil, servicial, esclava, que aporte sexo sano, seguro y joven mientras su cuerpo lo permita y capaz de hacer las labores de la casa de por vida en el caso de los hombres; posición social, estabilidad económica y seguridad, en el caso de la mujer...

Por ello mismo, por ser matrimonios lógicos que no entraban en contradicción con el orden natural de la existencia, la Iglesia Católica, siempre preocupada por garantizar la pervivencia racional del statu quo, nunca dudó en sancionar en los altares ante Dios dichos enlaces, aun a sabiendas de que estaban fundamentados exclusivamente en motivos puramente materiales como los apuntados. De ahí que requiera todavía hoy, en consonancia con dicha materialidad, un hecho físico para dar por consumado el sacramento; de lo contrario, la ceremonia es invalidada por completo a manos de los tribunales eclesiásticos, que tienen más en consideración el Derecho Canónico que la intercesión divina en el acto expresado en Mateo 19,3-12, "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre".

Pero desde que la moda de casarse por amor o la mera libertad en principio debería sobrar para dar por bueno un casamiento civil, sin necesidad de cópula, como exige la Iglesia. Bastaría con que se quisieran un poquito para validar su unión espiritual. Ahora bien, aun dando por bueno que un acto de enajenación mental, como fuera este de casarse por amor, máxime cuando acontece ante el cura que lo convierte en indisoluble para toda la vida -dando como única escapatoria factible la muerte de uno de los cónyuges-, sigo sin aceptar que se actúe contra la percepción de los interesados como conveniente; también este matrimonio que decimos por amor es de conveniencia, aunque los hechos positivos que lo acompañen digan más bien lo contrario, que sea de odio o de inconveniencia.

Por tanto, si todos los enlaces son a priori de conveniencia y no los hay de inconveniencia, pues siempre responden a algún tipo de interés económico, sexual, social, asistencial, afectivo, etc., no comprendo por qué nuestra legislación persigue sólo las uniones donde una de las partes adquiere la nacionalidad por casarse.

Cuando las leyes persiguen la lógica, es que ellas mismas son ilógicas. Deberíamos entonces adecuarlas a nuestra racionalidad, empezando por derogar leyes como las que conceden la nacionalidad por el mero hecho de contraer matrimonio. Incluso pasar del mismo concepto caduco de nación, que ya no responde a ninguna noción natural, coherente y justa de repartir el territorio entre los humanos.

Nicola Lococo