Confieso que para sobrellevar los picores de la mocedad no pasé de ocultar bajo el cajón de los calcetines algunos números de Lib, Penthouse o Playboy, un escondrijo, claro está, que descubrió mi madre, lo cual se tradujo en una conversación sobre costumbres sexuales: jamás enrojecí tanto y tan rápido. Bueno, también íbamos los amigotes al cine de un pueblo cercano donde nos dejaban entrar a ver películas clasificadas S, varias de ellas protagonizadas por la Emanuelle negra, más ambiciosa que la blanca. Vale, también me apunté con 14 años a un ciclo de películas eróticas, pero esto forma parte de mi pasión, el cine quiero decir: de El acorazado Potemkin a Vicios privados, virtudes públicas. Lo de ahora, sin embargo, es un exceso digital. Hay numerosas ciberpáginas más o menos serias en las que aparecen y desaparecen por las esquinas de la pantalla del ordenador muchachas de ignotos nombres que dicen vivir en Zuia o en Vitoria y que, mientras te muestran las nalgas, quieren que las llames, amén de otras ofertas de, digamos, arte mayor. Y los chavales de hoy que por ahí caen enloquecen; de hecho, tienen millones de oportunidades de hacerlo, ya que, al parecer, el 12% de todos los sitios web que existen son pornográficos. La mayoría de ellos, supongo, estarán dedicados al alivio de la población heterosexual masculina. ¿Y las demás posibilidades? Todavía, en 2010, la vida puede resultar más complicada de lo que ya es para quienes disfrutan con personas de su mismo sexo. Y para gozar, mejor acompañado que online.