La semana pasada Zapatero cenó con Abdulá, rey de Arabia Saudí. De forma indirecta también asistió a la cita el rey de España, pues por medio del presidente envió una carta afectuosa a su colega del desierto. Hermano, le llama. El agasajo tiene un objetivo pecuniario: se trata de convencer al sátrapa de las bondades de un consorcio español que opta a la adjudicación de la construcción del tren entre Medina y La Meca. Empresas como OHL, Indra, Renfe y Adif anhelan ese contrato de 6.500 millones de euros. Compañías alemanas y francesas sueñan con llevarse el camello al agua, y en verano se sabrá si han servido las lisonjas. Igual cae un reintegro.

Tras la votación suiza acerca de los alminares se oye mucho la palabra reciprocidad. Unos defienden el derecho de los musulmanes a propagar su credo en los países de cultura cristiana. Otros piden que a cambio los cristianos puedan hacer lo mismo en el orbe musulmán. Usted me planta una mezquita frente a la plaza de toros siempre que permita construir mi iglesia junto a su oasis. Allá lejos nadie se plantea esa correspondencia teológica. No les hace falta.

Los amos del petrodólar saben que el principal dios de Estrasburgo no está en el cielo: está en el banco. Y que mientras se hagan gigantescos negocios en las dunas ningún monarca de la vieja Cristiandad les exigirá libertad religiosa. Y que antes de mencionar tarifas ningún político osará solicitar clemencia para los perseguidos por el terrible delito de vender biblias.

Los amos del petrodólar también saben que al dios sustituto, el de la Razón, lo adoramos a ratos y a conveniencia. Y que ningún gerifalte europeo dejará de firmar convenios porque las mujeres de Riad tengan prohibido el coche y los homosexuales el amor. Aquí no importa la pila bautismal, sino el pozo de petróleo. Demagogia, maniqueísmo, sí, lo que usted quiera, pero es verdad. Bien lo sabe el polígamo dueño del grifo, exportador de integrismo en su tiempo libre. Y así no hay quien le toque el minarete.