NO conozco Suiza. Sé lo que cualquiera, una sarta de tópicos adobados con convenientes dosis de exageración y mala leche. O sea, chocolate, relojes, cuentas secretas, cumbres nevadas y estaciones de esquí. En Astérix en Helvecia, además, los cónsules romanos se montan unas orgías de alivio en torno a mastodónticas fondues... Se me olvidaba, el queso suizo. En lo político, una sabe de Suiza lo justo, mea culpa. A saber, que es el paradigma de la neutralidad, una postura muy pacifista y tal que me plantea no pocas dudas -esa vía política inspirada en Poncio Pilatos y su célebre lavada de manos, facilona, rentable, pero cuestionable desde el punto de vista ético-; y que a los suizos les gustan las consultas casi tanto como a los vascos, con la sutil diferencia de que allí las celebran. Hasta la extenuación. Lo último ha sido preguntar sobre si se debe prohibir construir minaretes en las mezquitas. Y ha ganado el sí. La Declaración Universal de Derechos Humanos consagra la libertad de credo. Someter a consulta popular si se constriñe o no un derecho de ese calibre ya es para hacérselo mirar. Que el resultado haya sido afirmativo es para estar avergonzado. Los suizos no han hecho gala de neutralidad precisamente. Aunque este asunto no va de eso, ni siquiera es un problema suizo, es la evidencia de hacia dónde parece caminar la masa en Europa. Y cuando la sociedad se convierte en masa, sin capacidad crítica, dominada por la homogeneidad, sin debate, sin respeto al diferente, sin conciencia ni razón, la soberanía popular acaba ejecutando dudosos ejercicios democráticos.
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