Tenía que pasar. Tal y como está la sociedad de desquiciada, contaminada por una competitividad extrema y viciada por el cotilleo, la telebasura y la especulación sin límites, teníamos que vivir algún día un episodio tan lamentable como el que hemos padecido esta semana. Diego Pastrana Vieco había sido acusado de abusos y el asesinato de una niña de tres años, hija de su compañera sentimental, que murió en Tenerife el pasado jueves y que él mismo había llevado al hospital. De repente, la existencia de este muchacho de apenas 24 años de edad se convirtió en un infierno. Un primer informe médico hablaba de maltrato, quemaduras e incluso de violación. Fue detenido de inmediato y señalado públicamente por la Policía, algunos -bastantes- medios de comunicación ávidos de noticias sensacionalistas para vender más y también por sus propios vecinos que, histéricos, le insultaban y hasta le habrían lapidado si hubieran podido. Luego, el sábado, se hizo público el resultado de la autopsia y resulta que, tal y como defendían el propio chico, su compañera y hasta el padre biológico de la niña, la muerte de la pequeña se había debido a un accidente en los columpios. Una caída desgraciada y fatal, pero sin duda fortuita. Y Diego es, por supuesto, liberado sin cargos. Pero intuyo que nunca se recuperará del todo de la tortura psicológica a la que ha sido sometida estos días ni podrá volver a confiar en una sociedad que presume de civilizada pero que en ocasiones como ésta parece que no ha avanzado nada en siglos.