Tres años de poder. Tres años de terror. El Gobierno de facto de los talibán ha cumplido tres años sumido en una profunda crisis de seguridad y de reputación que no parece llegar a su fin, mientras continúan las acusaciones por dar cobijo a grupos insurgentes.

Aunque la toma de Kabul por parte de los talibán, el 15 de agosto de 2021, acabó con 20 años de conflicto y trajo consigo una disminución del número de atentados -al ser los propios fundamentalistas quienes los cometían-, los ataques contra civiles siguen siendo una preocupación en el país.

El ascenso de los talibán se produjo entre promesas de que la situación de seguridad mejoraría con ellos, pero su llegada al poder reactivó los atentados de uno de sus principales rivales: la rama afgana del grupo terrorista Estado Islámico (EI), conocido como EI de Khorasan.

El primer atentado de gran magnitud tardó apenas once días en producirse, cuando el grupo yihadista reivindicó varias explosiones que mataron a unas 170 personas en el aeropuerto de Kabul, mientras miles de afganos trataban desesperados de huir del país en alguno de los vuelos de repatriación.

Los ataques contra lugares de culto también se han saldado con cientos de muertos en los últimos tres años, mientras los talibán no cesaban de repetir que tenían todo bajo control y que el EI no suponía una amenaza. Aunque la gravedad de los atentados se ha reducido en los últimos meses, reportándose en su mayoría explosiones de pequeños artefactos, la misión de la ONU en Afganistán alerta en varios informes recientes que los civiles continúan enfrentando ataques en todo el país.

Según los registros de la ONU, más de mil personas han muerto y miles han resultado heridas por la violencia armada en Afganistán en los tres últimos años, la mayoría de ellos en ataques atribuidos al EI.

El analista militar Ahmad Andar afirma que esta inseguridad es un grave problema para la estabilidad del país, al que la llegada de los talibán no contribuyó a sacar de la profunda crisis económica y humanitaria en que ya vivía.

Un pueblo rehén

La población afgana tiene que hacer frente además a las “ejecuciones extrajudiciales, torturas, desapariciones y encarcelamientos extrajudiciales” en nombre de la seguridad, sin que exista “ningún departamento específico para presentar alegatos”, dice el analista Azizullah Marij.

Un escenario que ha extendido el miedo entre la población y especialmente entre los funcionarios del antiguo Gobierno de la República que, según Marij, temen las “duras restricciones” de los talibanes.

En este lapso de tiempo, Naciones Unidas ha reportado más de 800 casos de ejecuciones extrajudiciales, arrestos y detenciones arbitrarios, torturas, malos tratos y desapariciones forzadas contra individuos afiliados al antiguo Gobierno.

Además, se han retomado las ejecuciones públicas, una práctica habitual durante su anterior régimen entre 1996 y 2001, en la que los condenados por crímenes, especialmente por homicidio, eran ejecutados en estadios como un modo de concienciar a la población.

En estos tres últimos años se han reportado por lo menos cinco de estas ejecuciones, que se rigen por el “ojo por ojo” y determinan que el preso debe ser ejecutado de la misma forma en que cometió el crimen.

Esta forma de impartir la ley, así como el resto de decisiones talibán, se basan en la interpretación que hacen de la Sharia o ley islámica, y dan lugar a una frágil estructura estatal.

De esta interpretación han salido medidas como la prohibición de que las mujeres estudien, trabajen, o salgan a la calle sin estar acompañadas por un varón.

Es por ello que el analista político Ahmad Sayeed Saeedi denuncia que los talibán “mantienen como rehenes al pueblo afgano”.