n octubre de 2019, el gobierno canadiense reveló los nombres de 2.800 víctimas de escuelas residenciales para menores nativo-americanos. Hoy son ya más de 1.100 las tumbas sin nombre encontradas en centros escolares especiales, pero el debate sigue sin dar su fruto porque nadie quiere pronunciar una palabra. Lamentablemente, este hecho no es sino uno de los muchos capítulos de una larga historia de más de 500 años.
El 24 de enero de 1848, James W. Marshall encontró oro en Sutter's Mill, en las estribaciones de la Sierra Nevada, y ello propició el estallido de la fiebre que arrastró a colonos de todos los rincones del mundo a lo que hoy es California. La llegada masiva de estas gentes originó un violento choque con los pobladores de la zona, los nativos americanos, y dio lugar a lo que impropiamente se han llamado "Guerras Indias", que se dilataron hasta bien entrado el siglo XX.
Bajo el slogan que popularizó el general Philip Sheridan, "el único indio bueno es el indio muerto", el saldo en vidas humanas en el curso de las guerras contra estas naciones entre 1848 y 1881 era monstruoso. La situación llegó a tal punto que un predicador, el reverendo Whitmer, llevó el asunto al Congreso de los Estados Unidos. Según Whitmer, el gobierno había seguido una "política belicista" en lo referente al "problema indio", y propuso una "política de paz". Preguntó ante la Cámara, "¿Cuántos guerreros indios han caído en encuentros con el ejercito de los Estados Unidos?" Nadie se atrevía a responder. Tal vez nosotros tampoco. Todos hemos visto películas como La diligencia, el western de 1948 dirigido por John Ford y protagonizado por John Wayne y Henry Fonda. Todos los que hemos visto estas películas de "vaqueros e indios" retenemos la recurrente escena de un nutrido grupo de "indios" dando vueltas en torno a un cerco de carromatos desde el cual les disparan sus enemigos... Pero la respuesta a la pregunta de Whitmer sorprendió a todos: en casi 60 años de guerras indias, eran un total de 4.000 los guerreros indígenas muertos, heridos o prisioneros. Y el ejército de la Unión había perdido casi 6.500 hombres. Por citar un ejemplo concreto, el de la nación apache: A todo lo largo de ese período habían caído 566 guerreros.
¿Pocos? Eso pensaron todos. Según Whitmer, la estrategia de Sherman "no sólo era cruel, sino cara". Según el autor, durante cuarenta años el gobierno de los Estados Unidos había gastado un promedio de 10 millones de dólares al año en las guerras contra los "indios" y otros tantos para mantener a éstos en reservas, o un total de 20 millones de dólares anuales. Concretamente, entre 1872 y 1882, el gobierno gastó 223 millones de dólares en guerras, y 50 millones más para suplir las guerras o un promedio de 27 millones anuales. Y sentenció: "La política de paz (un sistema educativo ad hoc) cuesta alrededor de veinte veces menos de lo que cuesta la guerra. Le cuesta al gobierno 11 millones de dólares al año matar a un indio. ¡La iglesia puede salvarlo por 1.000 dólares!". Resumiendo: la política belicista era cara e improductiva, mientras que el establecimiento de una red de escuelas públicas en régimen de internado a las cuales arrastrar por la fuerza a los menores indígenas era sustantivamente más barato y efectivo, ya que se aplicaba al 100% de los menores.
Y fue así como Whitmer instauró su sistema de "Matar al indio y salvar al hombre" consistente en eliminar todo lo que de indígena hubiera en estos menores y hacer de ellos "personas civilizadas". El sistema instaurado por Whitmer no había sido ideado por él. De hecho, uno de los padres del sistema público de enseñanza fue Bertrand Barère, miembro del Comité de Salvación Pública durante el reino del terror (y del terror lingüístico) en el París revolucionario de 1793. Es una aplicación del principio de la Revolución Industrial de "producción en cadena" a la política: la red de escuelas públicas serviría para producir ciudadanos patrióticos en cadena.
El éxito del sistema está avalado por las cifras. Miles de escuelas sembraron la geografía de países de todos los continentes. Un ejemplo: aquí, en Nevada, más de 30.000 estudiantes de más de 200 naciones nativo-americanas estudiaron en la Stewart Indian Boarding School, el internado de Carson City. Estuvo abierto hasta 1980.
Una campaña de genocidio no significa solo muertes violentas o asesinatos en masa, es más complejo que eso. Según Raphael Lemkin, que ideó y acuñó la palabra "genocidio", este es "un plan coordinado compuesto por diferentes acciones destinadas a destruir los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales con el objetivo de aniquilar estos grupos. Los objetivos de dicho plan serían la desintegración de las instituciones políticas y sociales, de la cultura, el lenguaje, los sentimientos nacionales, la religión y la existencia económica de grupos nacionales".
El objetivo del agente genocida no es necesariamente matar al mayor número posible de personas pertenecientes a un determinado grupo humano, sino destruir el "patrón nacional" de un pueblo (lo que se ha llamado "cultura" o más correctamente "identidad colectiva") para imponer sobre este grupo el patrón nacional del agente: Genocidio es asimilación cultural. Un corolario importante de esta definición es que una campaña de genocidio no es nunca un hecho aislado, una atrocidad concreta, limitada en el tiempo, sino un proceso histórico complejo, compuesto y arropado por una tupida red de normas jurídicas que avalan la supresión del colectivo de víctimas y que se dilata durante décadas o incluso siglos.
Obviamente, la asimilación del grupo de víctimas y la ocupación de su territorio se puede lograr mediante la exterminación de su gente, ya sea mediante asesinatos en masa, concentración o exilio. Pero ésta es sólo una de las posibilidades del agente genocida. El sistema de educación pública es un instrumento más efectivo, rápido y, sobre todo, más económico que el exterminio físico. La formación de una epopeya histórica y la generación de símbolos es, desde esta perspectiva, una labor fundamental del agente de genocidio.
La Kamloops Indian Residential School, dirigida entre 1899 y 1996 por la Iglesia Católica, es un capítulo de esta historia. Desde aproximadamente 1863 hasta 1998, más de 150.000 menores indígenas fueron arrancados de sus familias y colocados en internados estatales. No se les permitía hablar su lengua ni practicar ninguna de las expresiones culturales de su forma de vida porque esa era precisamente la función de estas "escuelas del espíritu humano". Paralelamente, dado que a los ojos de sus custodios y de la civilización occidental estos menores eran poco más que "salvajes", muchos de ellos eran maltratados y morían o salían con graves trastornos psíquicos.
El informe de Verdad y Reconciliación, publicado en 2015 en Canadá, se quedó corto al afirmar que esta política con respecto a la población indígena equivalía a un "genocidio cultural". ¡No!, no fue "genocidio cultural", fue un episodio de genocidio. Cualquiera que lea las páginas 79 a 95 de la obra de Lemkin (Axis Rule in Occupied Europe, Washington, 1944) lo constatará.
Hay que pronunciar la palabra, genocidio, y admitir que es un fenómeno recurrente, actual y en vigor. Una realidad cotidiana.