el presidente ruso, Vladímir Putin, cumple hoy 20 años desde que llegara al poder de la mano del antiguo KGB, aniversario que coincide con un aumento del descontento popular, una imparable involución democrática y la erosión de su imagen como líder infalible. Putin “podrá unir a quienes tendrán que renovar la Gran Rusia en el siglo XXI”, dijo por televisión Boris Yeltsin, primer presidente democrático de la historia de Rusia, al proponerlo en agosto de 1999 como sucesor.
En cuestión de días, un auténtico desconocido para la gran mayoría de los rusos y la totalidad de la comunidad internacional se convirtió, primero, en heredero del trono del Kremlin; una semana después, en primer ministro y, cuatro meses más tarde, en presidente de la Federación Rusa. Muchos pensaban que no duraría mucho, pero se equivocaron. Putin logró afianzarse en el poder con una mezcla de imperialismo trasnochado, mano dura, fe religiosa y recetas autoritarias.
La Duma o congreso de los diputados le ratificó como jefe del Gobierno el 16 de agosto de 1999 y poco después el Ejército ruso dio el cañonazo de salida a la segunda guerra chechena, conflicto que disparó su popularidad y le granjeó la victoria en las elecciones presidenciales de marzo de 2000.
El sociólogo Lev Gudkov, director del Centro Levada, cree que la llegada al poder de Putin fue la consecuencia de un proceso “lógico” que comenzó con el cañoneo de la Casa Blanca, sede del Parlamento ruso, decisión de Yeltsin que él apoyó en su momento y que ahora reconoce fue un “grave error”.
“Los demócratas comenzaron a utilizar métodos no democráticos. Los reformadores se intentaron perpetuar en el poder apoyándose en viejas estructuras de tipo totalitario -Ejército, policía secreta, fuerzas de seguridad- y se volvieron rehenes de ellas. Si juegas con el demonio, no esperes ganarle”, comenta Gudkov.
La reforma democrática pasó a un segundo plano y ahora la prioridad era retener el poder. Putin, para quien la lealtad es dogma, dio garantías a Yeltsin de que nunca sería objeto de persecución judicial y, de hecho, el primer decreto que firmó fue la inmunidad de su antecesor y su familia. Dos décadas después algunos aún creen que el meteórico ascenso de Putin al poder fue resultado de una conspiración de las fuerzas vivas vinculadas con el KGB y que se oponían a las reformas democráticas en marcha en Rusia. “La instrucción número uno, lograr el poder total, ha sido cumplida”, dijo Putin en una reunión de la plana mayor de los servicios secretos tras ser investido presidente.
Y es que en los años siguientes, con la inestimable ayuda de sus antiguos compañeros del KGB, Putin erigió una vertical de mando donde todo el poder emanaba del Kremlin con la excusa de poner orden en el caos postsoviético, acabar con la amenaza terrorista y poner cerco a los excesos de los oligarcas.
Veinte años después, Gudkov cree que el sistema creado por Putin está “anquilosado”, se encuentra en pleno proceso de degradación y no soportará ni una nueva crisis económica ni una drástica caída de los precios de los hidrocarburos. Agotado ya el fervor patriótico que trajo consigo la anexión de Crimea (2014), la popularidad de Putin no deja de caer y en el último año ha aumentado en once puntos el porcentaje de rusos que no quiere que siga, según Levada.
Según el sociólogo, las actuales protestas opositoras, las mayores desde 2012, serían consecuencia del “descontento popular crónico” que se ha instalado en la sociedad rusa debido a que las nuevas generaciones no ven futuro en la Rusia de Putin y los rusos están hartos de la “confrontación” con Occidente.
El contrato social entre Putin y los rusos -estabilidad y crecimiento a cambio del recorte de las libertades- expiró hace mucho, pero Putin se niega a abrir válvulas de escape.