LA última ronda de negociaciones republicanas para substituir la reforma sanitaria aprobada hace siete años no dio resultados en el primer intento, pero en cambio sirvió para sembrar confusión entre millones de personas y para plantear a los senadores y congresistas republicanos un problema de supervivencia política. Después de prometer durante años que eliminarán una ley que consideran funesta y de basar parte de su campaña electoral en las posibilidades que una mayoría como la que ahora tienen en el Congreso junto con el apoyo de un presidente de su mismo partido, a la hora de la verdad los republicanos quedan paralizados y divididos por disputas internas, con el natural regocijo de los demócratas que ven un rayo de esperanza para salir del marasmo político en que están sumidos desde el pasado mes de noviembre.
A primera vista, resulta difícil de entender que existan tales divisiones y también que la opinión pública vaya alejándose cada día un poco más de las posiciones republicanas: la reforma conocida como Obamacare, aunque su nombre oficial sea ACA, (Ley para una Sanidad Asequible) sigue dejando sin cobertura a millones de personas y es prohibitivamente cara para los que no tienen más remedio que suscribir pólizas que no desean porque les obliga la ley.
Peor aún, cada vez hay menos aseguradoras dispuestas a ofrecer pólizas y las que aún se mantienen en el mercado van subiendo los precios de forma astronómica, pues exigen unos deducibles tan altos que los clientes no empiezan a recibir compensaciones hasta que no se han gastado casi 10.000 euros. Aunque, naturalmente, hay algunos beneficiados que, debido a las dimensiones norteamericanas, son siempre muchos millones.
Lo más sorprendente es el desconocimiento general y la disparidad en la forma de interpretar la realidad, algo que sin duda no se debe a cuestiones aritméticas, sino políticas.
Tanto el ciudadano de a pie, como los políticos e incluso los proveedores médicos, parecen a veces desligados de la realidad y de una ignorancia tan extensa como sorprendente, a la vista de lo mucho que está en juego: la salud de los ciudadanos, de su economía e incluso las perspectivas políticas de ambos partidos.
Pero quizá sirva recordar que la ACA, aprobada hace 7 años, era tan compleja que la entonces presidenta de la Cámara de Representantes y líder del partido demócrata, Nancy Pelosi, imploró a sus correligionarios que votasen a ciegas: “hemos de aprobar esta ley para ponernos a estudiarla y enterarnos de lo que dice”.
Algo semejante ocurre con las reformas propuestas ahora: mientras el público no tiene más información que los comentarios de los medios informativos, en general opuestos a cualquier iniciativa conservadora, los propios senadores republicanos se dejan guiar por el informe presentado por la Oficina de Presupuestos del Congreso en vez de centrarse en el texto de la ley a la que se oponían este miércoles por lo menos 7 de entre ellos.
Las reacciones fuera del ámbito político son extremas: cuando el martes se supo que los líderes del Senado retiraban la propuesta porque no tenían suficientes votos, las bolsas se desplomaron. Pero se recuperaron el miércoles, cuando esos mismos líderes se mostraron dispuestos a intentarlo de nuevo. Una reacción debida tan solo en parte al efecto de la ley sobre los laboratorios, hospitales o médicos: muchos ven este debate como una indicación de la capacidad que el presidente Trump y la mayoría republicana en el Congreso tendrán para llevar a la práctica las reformas fiscales con que quieren reactivar la economía.
Para complicar más las cosas, no se trata tan solo del contenido de la ley que tan solo parecen conocer unos pocos iniciados, sino de los muchos intereses en juego. Estos son de gran envergadura, pues los servicios médicos absorben la sexta parte de la economía norteamericana y los interesados, como laboratorios, consorcios hospitalarios y compañías de seguros, influyen en los legisladores con donaciones electorales.
Entre tanto, los demócratas piden un sitio en la mesa de negociaciones a la que antes no querían ni acercarse. Pero su propuesta no trata de mejorar la ley, sino de instaurar una medicina socializada controlada por el gobierno. El modelo tendría cierta semejanza con el de algunos países europeos, pero hay que preguntarse si puede funcionar en un país tan diverso y grande como Estados Unidos, donde el único sistema controlado por el gobierno es la red de hospitales para veteranos: las listas de espera son tan largas que la solución propuesta es permitirles acudir a centros privados.