El pasado 5 de enero, el presidente Barack Obama enfiló los dos últimos años de su segundo mandato. Obama es ahora un pato cojo, un presidente que no puede volver a ser reelegido y cuyo principal interés es pasar a la Historia con un legado importante.

Obama fue elegido en medio de unas enormes expectativas de cambio hacia una América socialmente mas justa y un orden internacional mas respetuoso con los Derechos Humanos. Tales expectativas, expresadas en el famoso “Yes we can”, se han quedado en la mitad y le pasan ahora factura siendo sustituidas por críticas y acusaciones, quizá también algo excesivas.

En sus medidas para hacer frente a la crisis fue duramente criticado, por parte de la derecha económica, por sus iniciativas monetarias y fiscales y por poner límites a las finanzas especulativas fuera de control que dominaban Wall Street, mientras que, desde su propio ámbito, se le acusaba de lentitud y de falta de contundencia en tales iniciativas. Su proyecto estrella de reforma del sistema sanitario, denominado “Obamacare”, chocó con la oposición frontal de la mayoría del Partido Republicano y parte del propio Partido Demócrata, que lo veían como una intromisión estatal en un campo que correspondía a la iniciativa privada, lo que el Tea Party aprovechó para acusar a Obama de criptocomunista además de musulmán vergonzante. Desde su propio campo, la reforma fue criticada por los errores iniciales surgidos al comienzo de su implantación, haciéndole la ola a la oposición en sus pronósticos catastrofistas.

En política exterior, los sectores progresistas le criticaron por la lentitud de la retirada de tropas de Irak y Afganistán mientras que los conservadores le acusaban de lo contrario y de abandonar esos países al yihadismo, amen de no implicarse de forma mas directa en Libia contra Gadaffi o en Siria contra El Assad, de no enseñar los dientes a Putin en Ucrania, de mantener la vía diplomática con Irán sobre sus proyectos nucleares y, en fin, de no apoyar más a Israel en su huida hacia adelante con los nuevos asentamientos en Cisjordania y con la ofensiva militar contra Gaza.

A nivel más personal, se le ha causado de un estilo de gobernar y comunicar un tanto distante e incluso arrogante y, al tiempo, ha recibido críticas por sus actitudes buenistas condensadas en su lema “No existen una américa conservadora y una américa progresista, sólo existen unos Estados Unidos de América”. Se le ha acusado de falta de capacidad negociadora y de lo contrario, de empeñarse en la búsqueda de consensos imposibles con la oposición.

En la formulación de estas críticas y acusaciones, mas allá de su fundamento, se echa en falta la consideración de varios factores cuya contemplación es obligada a la hora de juzgar su gestión.

En primer lugar, hay que tener en cuenta el ruinoso legado que le entregó George W. Bush en enero de 2009, con una crisis económica solo comparable a la Gran Depresión de 1929 y con unos EEUU empantanados en dos guerras sin horizonte en Afganistán e Irak, guerras que a su vez fueron generando efectos colaterales como el surgimiento de guerras civiles y sectarias, el reforzamiento de la República Islámica de Irán, la desestabilización de Pakistán y la creación de una atmósfera idónea para el nacimiento y difusión de un nuevo terrorismo islámico yihadista; es decir, exactamente lo opuesto a lo que se pretendía con tales guerras, un auténtico desastre estratégico. Un segundo elemento no valorado suficientemente ha sido el impredecible estallido y fracaso, salvo en Túnez, de las revoluciones democráticas de la llamada Primavera Árabe, que ha puesto patas arriba la ya difícil situación del mundo árabe-musulmán, complicando los problemas preexistentes y dejando sin suelo el enunciado del famoso discurso de Obama en la Universidad de El Azahar (El Cairo), de mano tendida hacia el Islam, una aplicación regional de un nuevo paradigma de política exterior mas fundada en el softpower que en el poder militar de superpotencia; es decir, mas respetuosa con los Derechos Humanos y la soberanía de los pueblos, en sintonía con su programa de 2008. Probablemente, aquél famoso discurso influyó en la concesión del Premio Nobel de la Paz, sin duda un tanto prematuro. Todo ello contribuyó a proyectar las expectativas de una Era Obama mas allá de todo realismo y de lo que supone la inercia de los intereses estratégicos y geoestratégicos de una superpotencia.

En tercer lugar, hay que recordar algo que por sabido no es menos olvidado, sobre todo desde Europa, como es el particular sistema político-constitucional norteamericano, que aunque otorga un gran poder al presidente hace otro tanto con el Congreso, de modo que un presidente sin un apoyo importante de las cámaras legislativas difícilmente puede llevar adelante un programa profundamente reformista y ambicioso como era el de Obama de 2008.

Finalmente, hay que tener en cuenta la aguda polarización ideológica y movilización política de la “américa profunda” que aunque ya se había iniciado con la elección de G.W. Bush, se ha intensificado hasta niveles nunca conocidos con el protagonismo del Tea Party, que llega a ser un peligro incluso para el propio Partido Republicano y que ha impedido a menudo un mínimo de colaboración entre el presidente y el Congreso en temas tan importantes como el sanitario y el migratorio, llegando al esperpento de 2013, cuando el bloqueo de los presupuestos por “revancha ideológica” paralizo durante días la administración federal y estuvo a punto de llevar al Tesoro norteamericano al default, es decir a la suspensión de pagos.

Dicho todo lo anterior, podemos hacer el siguiente balance de la gestión de Obama hasta finales del año 2014.

Los EEUU han salido de la crisis financiera y de la recesión económica con un sector bancario embridado y una economía productiva fortalecida, con un crecimiento de su PIB en los dos últimos trimestres de 2014 de cerca del 5% y que en 20015 podría crecer mas que China, con un desempleo que ha caído por debajo del 6%, cerca del pleno empleo técnico. Los EEUU han alcanzado su autonomía energética pasando de importador a exportador de petróleo y gas, a pesar de que Obama ha vetado por razones medioambientales los megaproyectos del oleoducto Canadá-Golfo de México y de la explotación de las enormes reservas del Área 1002 de Alaska.

En el ámbito exterior, Estados Unidos ha retirado el grueso de sus fuerzas de tierra de Irak y Afganistán, han firmado un importante acuerdo con China sobre reducción de emisiones de efecto invernadero, ha sido el artífice del acuerdo con Siria para la destrucción de su arsenal de armas químicas y mantiene su apoyo firme a una solución negociada con Irán sobre sus proyectos nucleares a pesar de las presiones de Israel y del lobby judío en favor de la solución militar . Y por fin ha restablecido las relaciones diplomáticas con Cuba.

Incluso juzgando estos logros con la cota de las excesivas expectativas de 2008, no se puede decir que sea un mal legado y, desde luego, es un gran legado si se parte del ruinoso estado heredado de George W. Bush. Pero Obama ya ha dejado claro que no esta satisfecho y un mes después de las elecciones del 4 de noviembre anunció que iba a llevar adelante su iniciativa de regularización de los inmigrantes ilegales que el chantaje del Tea Party a los propios congresistas republicanos había paralizado y, menos de otro mes después, sorprendió a medio mundo con el arriba citado restablecimiento de relaciones con Cuba. Y por si quedaba alguna duda, en su Discurso sobre el Estado de la Unión del pasado 15 de enero, ante un Congreso mayoritariamente hostil, dejó atónita a la audiencia cuando literalmente dijo: “Mi única agenda para los próximos dos años es la misma que tenía cuando juré el cargo en las escalinatas del Capitolio” y, a continuación, señaló algunas prioridades de la citada agenda: reforma fiscal para elevar la presión sobre los grandes patrimonios personales y corporativos y mejorar la situación de las clases medias que todavía no se han beneficiado de la mejora de la macroeconomía; subvenciones a los estudiantes sin recursos para su acceso a las universidades públicas; subsidios sociales para bajas médicas y maternales y para guarderías, elevación del salario mínimo, todo ello en línea con las reclamaciones del ala izquierda del Partido Demócrata o “populista”.

Igualmente, en su discurso del 15 de enero proclamó que siguen en pie sus planes de cerrar Guantánamo, de terminar con el embargo comercial a Cuba o su política de negociación con Irán, anunciando que vetará cualquier nuevo intento de más sanciones y enfatizó que no está dispuesto a embarcarse en ninguna nueva intervención militar exterior.

En política exterior el presidente tiene poderes superiores al Congreso y es posible que consiga cumplir buena parte de lo anunciado, pero en sus objetivos de política interior, fiscales, sociales, laborales, el Congreso puede bloquear sus iniciativas legislativas y, aunque las podría llevar adelante gobernando mediante decreto, el Congreso podría boicotearlas negándoles la financiación necesaria para su implantación, ya que tiene la última palabra en la aprobación de los Presupuestos; que justamente Obama acaba de enviar a las cámaras y sobre los que se espera una guerra abierta que puede llegar, como en 2013, a la paralización de la administración federal y a colocar de nuevo a los EEUU al borde de la suspensión de pagos o default. Situación esperpéntica ciertamente, pero no más que la posibilidad de intentar un proceso de destitución del presidente por el Congreso, empeachment que el Tea Party se empeña en impulsar.

Pero sea lo que fuere, aunque solo consiga la mitad de la mitad de lo anunciado el 15 de enero, sumado a lo ya conseguido hasta hoy, seria un gran legado aunque a nivel de la opinión pública mundial no se olviden fácilmente las manchas de cuestiones como el asesinato-ejecución de Bin Laden y su obscena visualización en directo, el uso masivo de drones en su lucha contra el yihadismo en Afganistán, Pakistán y Yemen con los “efectos colaterales” de cientos de víctimas civiles inocentes o la persecución y ensañamiento contra Assange o Snowden por desnudar a la superpotencia en sus prácticas inmorales y criminales tan poco compatibles con el respeto a los Derechos Humanos y a la soberanía de los pueblos.

En resumen, Obama, de acuerdo con los parámetros nacionales estadounidenses, probablemente pasará a la Historia como un gran presidente de los EEUU, como lo fueron Kennedy, Johnson o Reagan, pero sin el reconocimiento internacional de W. Wilson o de T. Roosvelt, aunque estos no recibiesen nunca el Premio Nobel de la Paz.

Analista