GUERRA de Vietnam. Monólogo de Apocalypse Now, epítome del cine bélico y de la locura que atrapa al ser humano. "¿Hueles eso? ¿Lo hueles muchacho? Es napalm. Nada en el mundo huele así. ¡Qué delicia oler napalm por la mañana! Un día bombardeamos una colina y cuando todo acabó, subí. No encontramos un solo cadáver. ¡Qué pestazo a gasolina quemada! Aquella colina olía a victoria". La colina de aquel Vietnam es ahora un desierto, el de Irak o el de Afganistán, y el olor que desprende el napalm es el de la derrota y el llanto de cientos de muertes en el ejército norteamericano, incapaz, impotente, frente a un enemigo para el que no ha sido adiestrado en West Point: el suicidio de sus tropas en su regreso a casa desde las zonas de combate. Abandonado un infierno, surge otro averno: el de la cotidianidad, un escenario traumático. La guerra de la incomprensión.

Sin rango, sin adrenalina, sin estallidos, sin munición, sin misiones que cumplir, sin órdenes que recibir en uniforme de campaña, el soldado se vuelve persona. Ante ese espejo, zarandeados y sometidos por las heridas mentales que genera la guerra, solos, alejados de los hermanos de armas, los veteranos de guerra comienzan otro combate sin estandarte ni himno y para el que no están preparados: ser otros, distintos. Insoportable para muchos. Tantos son los gritos desesperados, que el manto del silencio de las autoridades norteamericanas no alcanza para enterrar una problemática para la que no se vislumbra una solución instantánea. "La epidemia de suicidios que estamos padeciendo es uno de los aspectos más dolorosos y frustrantes de mi trabajo", expone León Panetta, el secretario de Defensa, ojeroso, apesadumbrado, superado por un mal que no deja de avanzar año tras año al calor de las guerras de Irak y Afganistán y el gélido regreso a casa. Entre 2004 y 2008, la metástasis de suicidio aumentó un 80%. Es el drama vital que sacude Estados Unidos.

En los hogares de los que fueron a pelear por no se sabe muy bien qué motivo cuelgan las esquelas de los excombatientes que invadieron Irak o Afganistán. Soldados que no cayeron allí, que se quitaron la vida aplastados por el vacío del anonimato, bajo el orgullo de sus barras y estrellas. "Es la guerra que estamos perdiendo", enfatiza la senadora demócrata Patty Murray, impactada por la tragedia que no cesa, como el rayo del poeta Miguel Hernández. "Algo está mal, no sabemos qué, pero algo está mal", reconoce Panetta, el hombre que dirige la mayor fuerza bélica del planeta. Para Panetta, el elevado índice de suicidios es el problema "más complejo" y "urgente" al que se enfrentan los militares estadounidenses y es "uno de los retos más frustrantes", ya que "a pesar del aumento de esfuerzos y el incremento de atención", la tendencia continúa avanzando en una trágica espiral. Si esta se mantiene como hasta ahora, para final de año se esperan 360 víctimas por suicidio, la cifra más elevada en la historia de la fuerzas armadas norteamericanas. Más bajas de las que se producen en el campo de batalla.

El desafío para conseguir invertir esa corriente resulta muy complejo, pero los expertos establecen que el principal factor a corregir son las "heridas invisibles" que generan las guerras y que se instalan en la mentes de los militares en su vuelta a la monotonía. "Regresamos a nuestros hogares pasando por un momento terrible, asqueados por lo que hicimos y lo que vimos", explica Mathis Chiroux, veterano de guerra y activista por la paz. La depresión sobrevenida por el estrés postraumático anida en muchos militares en su retorno, cuando caen en la cuenta de que las razones por las que fueron a la lucha no se sostienen más allá del mensaje patriótico que se lanza desde las altas esferas del poder a modo de eslogan y que resuena en la voz de los generales. "Si una persona, un soldado, está matando a otro soldado, y piensa que lo está haciendo por el beneficio de otras personas, por ayudar, es completamente diferente a lo que experimenta un soldado que sabe que está matando a gente y ni siquiera tiene muy claro por qué lo está haciendo", indican los estudiosos de la materia.

Un soldado puede ser un héroe en el campo de batalla, pero difícilmente consigue honores en la sociedad civil, donde el encaje no resulta sencillo. Los exmilitares no encuentran acomodo con facilidad entre la ciudadanía una vez concluida su vida de uniforme. El prestigio social, el salario y el abrigo institucional que les ataba los botones de la casaca, se desprenden, dejando a los excombatientes desnudos, extraviadas las referencias sobre las que pivotaba su vida anterior y enfrentados a un escenario que nunca imaginaron: los gritos del silencio. Los programas para la reinserción de veteranos a la comunidad civil no proliferan precisamente, por lo que muchos son abandonados a su suerte. En esa ruleta de la fortuna componen un ejército de indigentes. De hecho, la cuarta parte de las personas sin hogar en Estados Unidos fueron antiguos soldados. La tasa de desempleo entre los excombatientes también es mayor y alcanza el 12%, cuatro puntos por encima de la media, situada en el 8%. Esa realidad es otra de las que se hacen hueco en el petate del reingreso a un país en el que algunos se sienten extranjeros por su incapacidad para adaptarse a un medio más sereno y calmado, pero tremendamente hostil para sus mentes, atormentadas por lo experimentado.

Mirar para otro lado El tardío reconocimiento del comportamiento suicida detectado en las fuerzas armadas estadounidenses, a menudo menospreciado y en muchas ocasiones ocultado por las autoridades, tampoco ha ayudado al tratamiento de choque contra la tendencia que sombrea a numerosos excombatientes. "No fue fácil, porque lo primero que me dijo el ejército es que el problema que tenía mi marido era yo", afirma Leslie McCaddon, viuda de un capitán médico destinado en Hawaii. Desde los mandos, la costumbre era la de señalar y responsabilizar a los suicidas sin atender a las circunstancias que les rodeaban y a los traumas que les acechaban en su despertar en la sociedad civil. "Lo primero que se le dice a un soldado que manifiesta tener depresión o que está anímicamente estragado por lo que vive es que es un miedoso que trata de zafarse de su deber y que lo hace poniendo en riesgo la vida de sus compañeros", enmarca Penny Coleman, autora de Flashback, un libro que investiga las heridas invisibles que provoca la guerra y que ya no solo se concentran en los militares más jóvenes y de menor rango, según los últimos informes publicados, aunque más de la mitad de los que decidieron quitarse la vida eran menores de 25 años. En 2012, el número de suboficiales en activo con rango superior al de sargento que se quitaron la vida superó al de los jóvenes recientemente alistados. El principal motivo para el suicidio, establece un estudio realizado por dos expertos de la Universidad de Utah, es de carácter moral. De las 33 preguntas formuladas a dos soldados que intentaron suicidarse una tuvo una respuesta unánime: el deseo de terminar con una intensa angustia emocional.

El Pentágono, alarmado, destina altas sumas del presupuesto a la atención de los soldados con síntomas depresivos y trata de paliar el efecto devastador de los suicidios. El tratamiento se focaliza en el Estrés Postraumático (PTSD) -un severo desorden tras sufrir situaciones extremas-, pero desde el cuartel general del ejército se admite que no siempre se diagnostica a tiempo ni de forma de correcta. Para atenuar los trastornos, a los soldados con estrés postraumático se les receta más cantidad de opiáceos, lo que implica un mayor riesgo derivado del uso de estos fármacos en modo de sobredosis o accidentes. El tratamiento con opiáceos, sin embargo, no ha logrado frenar la sangría de suicidios. Es más, la proporción de los militares que decidieron acabar con su vida en los primeros siete meses del año (en julio se alcanzó la cifra récord: 38) fue un 22% mayor que la registrada en el mismo periodo de 2011 cuando 23 de cada 100.000 militares se quitaron la vida. El mismo ratio aplicado sobre la sociedad civil alcanza al 18,5%, según los últimos datos disponibles.

Nuevo tratamiento El último intento del Departamento de Defensa para apaciguar y calmar al enemigo invisible, ha sido la inversión de tres millones de dólares en un programa científico para que se desarrolle un spray nasal capaz de capar los pensamientos suicidas. La solución podría hallarse en el TRH, la hormona liberadora de tirotropida, que, según el doctor Michael Kubek, encargado de la investigación, posibilita mitigar los pensamientos depresivos y suicidas e incluso puede evitar el trastorno bipolar puesto que la sustancia posee un efecto calmante y antidepresivo que atacaría a los síntomas en el mismo lugar en el que nacen: el cerebro. Las propiedades del TRH no son desconocidas para la medicina. Se sabía del medicamento en la década de los setenta. Lo novedoso, según el científico, ha sido "encontrar la forma de que la THR llegue al cerebro", al que accederá vía nasal en forma de spray. El medicamento, experimental en su modo de empleo, se testará durante tres años en el ejército y los resultados que se obtengan determinarán finalmente si el uso de esta sustancia se revela como una método eficaz para la prevención de suicidios que sacude con una muerte al día a las fuerzas armadas de Estados Unidos, el ejército que no solo mata al enemigo sino que, en el calor del hogar, se mata a sí mismo, cautivo de su propio Apocalypse Now.