DIEZ años de ocupación, cientos de millones de dólares gastados y decenas de miles de fallecidos después, Estados Unidos no ha logrado acabar con los insurgentes talibanes en Afganistán, donde la guerra es cada vez más mortífera y difícil, mientras que el Gobierno de Hamid Karzai y sus aliados occidentales son cada vez más impopulares. Tras los ataques del 11 de septiembre, el entonces presidente estadounidense George W. Bush puso en su punto de mira al régimen fundamentalista afgano, que según el mandatario apoyaba y daba cobijo a Osama Bin Laden.
El 7 de octubre de 2001, las amenazas de Bush se materializaron. Ese día, Estados Unidos y Gran Bretaña lanzaron los primeros bombardeos sobre las ciudades afganas de Kabul, Jalalabad y Kandahar, dando comienzo así a la denominada Operación Libertad Duradera, la guerra más larga y cara de la historia de EEUU. A diferencia de la de Irak, la invasión afgana ha contado con el respaldo internacional y el apoyo de la Alianza Atlántica, aunque no por ello ha obtenido mejores resultados. Diez años después del inicio de esta contienda, las tropas extranjeras han comenzado su retirada del país, del que saldrán íntegramente en 2014 con un resultado casi seguro: la derrota estadounidense frente a los talibanes. El plan es que, de los 90.000 soldados de Estados Unidos que quedan actualmente en Afganistán, unos 10.000 vuelvan a casa este mismo año, que 33.000 más lo hagan en septiembre de 2012, mientras que el resto se retirará paulatinamente hasta 2014, fecha acordada en la cumbre de la OTAN de 2010.
Del entusiasmo al enfado Antes de finalizar 2001, las fuerzas extranjeras ya habían logrado derrocar a los fundamentalistas. La caída del régimen del mulá Omar fue acogida por la población con entusiasmo, después de años de control brutal, y hubo avances notables en escolarización -de apenas un millón de estudiantes durante el régimen talibán se ha pasado a los siete millones actuales-, derechos de las mujeres -escolarización de las niñas, reconocimiento de la igualdad entre hombres y mujeres en la Constitución y la presencia femenina en el Parlamento-, así como el desarrollo del comercio en algunas ciudades.
La coalición militar liderada por Estados Unidos daba por acabados a los talibanes y en las calles se respiraban aires de una mayor libertad. Occidente tenía ante sí la oportunidad de construir un país desde cero. Un nuevo Afganistán que dejara atrás los cruentos años de la invasión soviética, a los despiadados señores de la guerra y a los fundamentalistas talibanes. Sin embargo, la luna de miel duró poco. A partir de 2004, los insurgentes emergieron de nuevo, primero en sus tradicionales bastiones del sur y del este, y luego fueron conquistando terreno hasta tal punto que hoy en día controlan casi dos tercios del país.
Los talibanes cuentan en sus filas con decenas de miles de miembros, cuyo número fue creciendo casi al mismo tiempo que los combates cuerpo a cuerpo y las operaciones selectivas de la OTAN. "Muchos jóvenes combatientes se unieron a los talibanes a causa de los abusos de las fuerzas extranjeras, ellos mataron a muchos civiles inocentes", explica a Afp el mulá Noor Ul Aziz, que hasta el año pasado era el gobernador insurgente de la provincia de Kuduz.
La ONU calcula que los talibanes han provocado el 80% de las víctimas de conflicto afgano, sin embargo, los bombardeos selectivos de la OTAN han causado también cientos de víctimas civiles, lo que ha aumentado la ira de la población hacia las tropas extranjeras. Hasta el presidente Hamid Karzai, que llegó al poder en diciembre de 2004 apoyado por la coalición internacional, ha condenado reiteradamente estas acciones, llegando a tensar al máximo las relaciones de su Gobierno con las potencias occidentales.
Gobierno corrupto Si los afganos esperaban también un Gobierno limpio, que llevara a Afganistán la prosperidad, la seguridad y la libertad, también en eso sufrieron una gran decepción. La corrupción es la regla general en las nuevas autoridades, mientras que tanto el Parlamento como el Ejecutivo y los gobiernos regionales están contaminados por la presencia de señores de la guerra, autores de masacres, violaciones y agresiones a ciudadanos afganos.
"La nueva era prometida en Afganistán, con un plan de reconstrucción, desarrollo y democratización, se desfiguró en un sistema político altamente corrupto e ineficiente que recompensa a los señores de la guerra, criminales, narcotraficantes y políticos corruptos. A pesar de que los soldados de la OTAN y Estados Unidos han capturado y matado a miles de rebeldes, la guerra se ha intensificado y extendido a todo el país", resumía un informe de Afghanistan Rights Monitor, publicado el pasado mes de febrero.
En los últimos meses, las operaciones de los talibanes son más selectivas y contundentes. Los insurgentes se centran en sedes y personalidades gubernamentales provocando centenares de muertos y grandes golpes de efecto. Según la ONU, la violencia ha aumentado un 39% este año con respecto al anterior. Desde marzo han sido asesinados tres altos agentes policiales, un alcalde, un asesor presidencial, un hermano del actual presidente y un exjefe de Estado. Tres ataques de alto perfil en Kabul desde junio, incluyendo el asedio de 21 horas el pasado 13 de septiembre contra la fortificada embajada estadounidense y cuartel central de la OTAN, ponen además en evidencia la precariedad de la seguridad en el país.
Un vecino incómodo Ante el evidente fracaso de una salida militar al conflicto, Karzai, alentado por la comunidad internacional, ha tratado de sentar a la mesa de negociaciones a los talibanes, ofreciéndoles incluso responsabilidades gubernamentales si abandonaban las armas. Pero los líderes insurgentes, conscientes de su avance en el terreno, nunca han respondido favorablemente. Es más, el mes pasado, el jefe de las negociaciones de paz y expresidente Burhanudin Rabani fue asesinado en un atentado suicida en su casa. A raíz de este ataque, Karzai anunció la suspensión de las negociaciones y una revisión de esta estrategia, al tiempo que denunció que el kamikaze era paquistaní -la red Haaqani, principal grupo talibán asentado en Pakistán, ha negado su implicación en el atentado-.
Afganistán acusa regularmente a su vecino de proteger al Consejo supremo de los talibanes afganos, denominado por los occidentales como la Shura de Quetta. También Estados Unidos apunta a Pakistán como principal escondite de los insurgentes -de hecho, Bin Laden fue abatido allí-. El jefe del Estado Mayor Conjunto, Mike Mullen, ha atribuido recientemente a la red Haaqani -a la que calificó como "brazo estratégico del ISI, el servicio de inteligencia de Pakistán"- el ataque contra la embajada de EEUU. Comentarios como el de Mullen han reabierto viejas heridas y tensiones no superadas que han ido en aumento desde la muerte de Bin Laden.
La situación en el terreno es más que complicada. Los afganos piden la salida inmediata de las tropas extranjeras, a las que ven como invasoras, mientras que la opinión pública estadounidense quiere que los soldados vuelvan a casa y se deje de gastar más dinero en esa guerra -especialmente en la actual coyuntura económica-. De hecho, ya ni los veteranos de esta contienda consideran que haya merecido la pena.