Subo en un transporte público –y en este punto subrayaré que esta historia no ha ocurrido en tierras alavesas, no vaya a ser que alguien se me dé por aludido–, saludo al conductor: “Buenos días”. Silencio... Bueno, pienso, puede que esté hasta el rabo de la boina de decir buenos días a todo el que sube. Me siento. Sube otra pasajera. Para que tampoco se me dé por aludida la chavalería, apunto que pasaría ya los 50 años. Se sienta, desenfunda el móvil –Dios nos libre de que pasen cinco minutos sin enchufar la pantallita– y se pone a ver algo. No sé el qué y me importa un comino, solo sé que tiene la amabilidad de compartirlo a toda pastilla.

Diez minutos después llego a mi destino. Ahí se quedan la pasajera en cuestión y su puñetero vídeo de lo que sea. De verdad, ¿para cuándo una plataforma que reivindique el uso los auriculares? Los hay de todas las formas y colores, inalámbricos, con cables, con o sin micrófono, retro si te gusta emular la imagen de José María García... ¿Es posible que se haya puesto de moda escuchar o ver lo que sea en el puñetero móvil en cualquier espacio público con el volumen a toda pastilla, en plan solidario con el resto de la humanidad, como se pusieron de moda los calentadores en los 80 del siglo pasado, es decir, absurdamente?