Para alguien que observe un poco el panorama, el 4 de agosto por la mañana en Vitoria es una mezcla de actividad frenética –el fin del mundo se acerca– y de la calma antes de la tormenta. ¿Contradicción? ¿Paradoja? No. Simplemente es. La ciudad se mueve en una sincronía perfecta, consciente de que se acerca el momento en que se acabará todo y empezará todo. Eso explica la magia que envuelve el instante en que Celedón asoma, encarnado ahora en Iñaki Kerejazu, a la marea humana que inunda la plaza de la Virgen Blanca. Por unos minutos, piénsenlo, los vitorianos nos igualamos, encontramos un punto de unión. Hay mucho de sortilegio en ese paseo de Celedón entre la muchedumbre. Todo eso, y muchísimo más, ocurre el día 4. La mañana del día 5 es diferente. Es mañana y es noche, una u otra, o las dos a la vez. El hechizo continúa. La fiesta confunde y a veces prolonga el amanecer entre risas y bailes y de pronto te encuentras, no todo lo en forma que te gustaría, estirando la noche mientras otros ya han comenzado el día impolutos hacia el Rosario de la Aurora. A fin de cuentas, estos días son una especie de pausa temporal, una ocasión para cargar el ánimo de buenos momentos que nos alimenten cuando el conjuro se rompa y volvamos a la realidad.
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