Desde siempre en el gremio periodístico y literario cada cual se las ha apañado como ha podido para enfrentarse a la temida hoja en blanco, ese deslumbrante abismo que tantas angustias y desvelos causa todos los días a quienes viven de su imaginación, caprichoso manantial del que a veces brota el agua como en un géiser islandés y que los más de los días parece una rambla almeriense a mediados de julio. Para hacer manar la creatividad hay quien toma una simple idea sin mayor sustancia y alrededor de ella se monta su historia, lo que en el mundo cinematográfico se conoce como MacGuffin. Hay quien elabora un denso guión que no deja ni un renglón para improvisar, un esqueleto de hormigón al que luego solo resta ir poniéndole los ladrillos, y hay quien maneja el arte del plagio con tal destreza que ni el autor violentado podría darse cuenta de que le han entrado ladrones en casa. Y luego está una técnica arriesgada y maravillosa, esa que ha dado las obras maestras más cargadas de verdad, un salto sin paracaídas hacia el interior de cada cual, una técnica que consiste en prescindir de técnica alguna y dejar que la entrañas digan lo que tengan que decir, un ejercicio de nudismo emocional, el destilado de la Literatura con L mayúscula.