Hoy he podido aparcar en la Avenida Gasteiz sin dar vueltas como una peonza en busca de un hueco en el que dejar un rato mi utilitario. Ha sido una sensación maravillosa. Supongo que es una de esas cosas que alegran la vida a quienes no tenemos tiempo para respirar en plena época estival, en la que, quien más, quien menos, saca músculo figurado desde el móvil para medir el kilometraje de esos viajes realizados que tanta envidia me dan. En fin, mientras llega mi momento de asueto, no me queda otra que disfrutar de esta ciudad maravillosa justo después de La Blanca, en esas dos semanas puente hacia septiembre que son muy parecidas, en lo informativo, a un desierto de sempiterna quietud. La vida se ralentiza y solo parece deslavazarse por quienes pueden disfrutar de esas terrazas en el centro urbano, mesas y sillas en las que ya abundan incluso los turistas llegados del calor para vivir un poco de fresquito. Los barrios se ha medio cerrado y las compras en el supermercado se hacen con ligereza y sin hacer colas a la hora de pagar religiosamente. Si no fuera por lo evidente, agosto sería un mes excepcional para quedarse en la capital. Claro está, si no fuera por lo evidente, que todo lo distorsiona.
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