La fotografía analógica es bastante costosa y complicada. Los carretes no son precisamente baratos y el revelado, si lo hace un laboratorio, todavía menos. Las cámaras suelen ser viejas, un poco complicadas de usar, completamente manuales, no te enseñan qué es lo que acabas de fotografiar y, en general, son completamente inferiores a la más básica de las cámaras digitales de hoy en día. Y aun así hago fotos con carretes. Enviar postales también es un poco inconveniente. La mayoría de postales son bastante feas, con poco espacio para escribir, necesitan sellos que cada vez son más caros… Y aun así envío postales. Podría usar mi móvil para hacer ambas cosas y me ahorraría tiempo y dinero, pero no puedo. Sé que la cara de mis amigos no se ilumina de la misma manera cuando el cartero les trae una postal que cuando les llega una foto por WhatsApp. Tampoco se ilumina igual la mía cuando termino de revelar un carrete que me ha llevado dos semanas terminar. En un mundo en el que todo es inmediato, en el que estamos conectados entre todos las 24 horas, bajar el ritmo para cocinar a fuego lento un regalo, una foto, un recuerdo, es un privilegio que no estoy dispuesto a entregar. Y cada vez tengo más claro que no soy el único.