A estas alturas del calendario, hay ilusos como yo que todavía aspiramos a unas dignas vacaciones. Pese a ser de los que apura y apura en busca de algún chollo cada vez más improbable –para eso, mi avispada mujer es única–, soy consciente de que, como todo el mundo, me tocará rascarme el bolsillo de lo lindo para desconectar los próximos días. Por poner un ejemplo de cómo está el patio, el mismo hotel con pensión completa durante los mismos días que hace un año en la costa catalana cuesta la friolera de 1.000 euros más. Suena a broma de mal gusto, pero no hay vuelta atrás. O lo tomas, que no será mi caso porque uno ya se cansa de que le engañen sistemáticamente, o buscas alternativas que impliquen menos días de relax y más trabajo a la hora de hacerte tu comida. Sobra decir también que en muchos restaurantes y terrazas aprovechan la gran afluencia de turistas para pegar un sablazo a los que consumen en sus locales. Vivimos una época con precios más pensados para un foráneo o autóctonos con un importante poder adquisitivo. Posiblemente si no hubiera este nivel tan alto de ocupación y el voraz empresario de turno acabara el verano en números rojos, las cosas serían de otra manera. El problema es que muchos prefieren vivir por encima de sus posibilidades.