El ruido nos rodea y se ha convertido en un acompañante invisible del que no nos damos ni siquiera cuenta de su existencia. Pero está ahí, casi permanentemente. En nuestros hogares, en nuestras calles, en nuestros trabajos... “Mucho, mucho ruido”, que tan bien canta Joaquín Sabina en una de sus innumerables canciones. Muchos de ellos cotidianos, que asumimos como normales; mientras que otros resultan tremendamente molestos, sobre todo en personas maniáticas y quisquillosas entre las que me encuentro (no soporto los sonidos repetitivos, qué le vamos a hacer). Por eso, las islas de silencio tienen tanto valor, al menos en mi caso. Esos pequeños momentos que nos regalan algunos días en los que la paz parece rodearnos y somos capaces de evadirnos de todo lo que pasa alrededor y sumergirnos solo en nuestra propia tranquilidad. Son oasis de calma en los que el mundo se detiene; ideales para poner en orden los pensamientos propios o, como me gusta hacer a mí, recrearme en la lectura. Con el paso de los años, el incremento de las manías y la sensación de que cada vez estamos rodeados de más y más molestos ruidos, disfrutar del silencio se ha convertido en uno de los placeres de la vida que cada vez menos podemos degustar.