A través de la televisión ya era consciente desde tiempos inmemoriales del pésimo ejemplo que dan muchos padres con su desagradable comportamiento en las gradas de los recintos deportivos a la hora de presenciar un partido de sus hijos. Sin embargo, no fue hasta el pasado sábado cuando viví el bochorno en primera persona. Fue en Durana en una matinal de baloncesto con niñas de 11 y 12 años como protagonistas, una de las cuales era mi hija. El amargado de turno –no se me ocurre otra forma de denominar al susodicho– quiso erigirse en el auténtico protagonista desde que el balón se lanzó al aire. Al pobre árbitro encargado de impartir justicia, un chaval para más inri, le debieron pitar los oídos ante el eco de sus protestas. “Falta, falta”, “pasos, pasos”, “su entrenador está pisando el campo todo el rato”... Menos mal que la sangre no llegó al río. Los padres del equipo rival, entre los que me encontraba, tuvimos que hacer de tripas corazón para no entrar en las provocaciones. Decidimos que era mejor mirar para otro lado y evitar algún conflicto desagradable. Apuntamos a los pequeños para que disfruten de algo sano como el deporte y practiquen su hobby favorito, pero gente con pocas luces decide descargar sus frustraciones con una actitud muy censurable. Así de triste.