ubo que actuar de urgencia. Tiritaba tanto que pensamos que la cadera de prestado que lleva desde hace un par de años se iba a salir. El viejillo entró en nuestro amado templo del cortado mañanero blanco, encorvado, casi sin poder hablar. Solo, entre susurros, se escuchaba algo así como caldo, caldo, como el que acaba de ver a un monstruo y dice Godzilla, Godzilla. Por eso nuestro querido escanciador de café y otras sustancias decidió tomar medidas urgentes. Ante la imposibilidad de enchufarle por vena el caldo en cuestión, abrió la botella de coñac del bueno y vertió unas gotas en los arrugados labios del venerable, que por momentos recobró parte de la vida mientras nosotros andábamos llamando a su santa y al 112. No es que camino al local se hubiera cruzado con una dana siberiana cargada de frío polar que te cagas. No. Es que llevaba en la calle hora y media haciendo cola a las puertas de su caja de ahorros, que tiene en el barrio una oficina supergrande que, eso sí, solo cuenta con una persona en ventanilla. Y claro, el hombre había trasmutado en pingüino en la espera. Menos mal que consiguió llegar al bar. Allí recuperó el ser. Pero, como en el banco, perdió la cartera. Aquí no le cobraron por la transferencia, pero sí, a precio de oro, las gotas de coñac. Lo que no te mata, te hace más pobre.
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