espués de varios años desenganchado del baloncesto en directo, este año he tenido la oportunidad de ver dos veces al Baskonia en casa. Una, para constatar los males que aquejan al equipo este año, contra el Tenerife. La otra, el domingo pasado, para ver resucitar a un grupo que, tocado en su amor propio, se supo sobreponer a la apatía, contagiosa como virus pandémico, que se iba extendiendo entre la plantilla, y que se traducía sobre el parqué en desesperante flojera defensiva e inoperancia en ataque. Más allá de los mil detalles que deciden un partido de baloncesto, todo lo que ha conseguido el club en los últimos veinte años ha sido el producto de batallas francas, con todas las cartas boca arriba y sobre una premisa tan identificable como difícil de neutralizar, la fe en las propias posibilidades y las ganas de hacer realidad eso que creemos posible. O, dicho de otra forma, sudor e implicación, la base imprescindible para incomodar a cualquier rival, para empezar a correr, pillar ese rebote decisivo, enlazar tres o cuatro pases seguidos y sentir que los tiros van a entrar. En el ambiente se olía que el partido contra el Unicaja era a vida o muerte, Dusko decidió morir de pie junto con quien quisiera seguirle, y sobrevivió.
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