enos mal que son cada cuatro años o, como ahora, cinco por culpa de la maldita pandemia. En caso contrario, estoy seguro de que mi familia -ya de por sí una estoica sufridora de mi enfermiza pasión por el deporte y mis duros horarios laborales- acabaría desheredándome. Pese a que aún me resisto a colgar las zapatillas para seguir haciendo mis nueve kilómetros tres o cuatro días a la semana -lo siento pero correr no es de cobardes cuando has pasado la barrera de los 40 y sufres la amenaza de la incipiente barriga-, llevo más de una semana practicando mi deporte favorito: el conocido sillonbol. He de admitir que mi adicción a los Juegos Olímpicos me retiene gran parte del día pegado a la tele. Da igual un combate de taekwondo, una carrera de mountain bike o la regata de vela. Porque el evento, más allá de conocer la identidad del campeón de cualquier modalidad, siempre deja instantáneas para la posteridad. Ver a Djokovic hacer pedazos su raqueta o lanzarla a la grada no tiene precio. Como a dos mediofondistas abrazarse tras un tropezón que arruina mutuamente su carrera. O los salivazos al aire de un díscolo boxeador francés tras su descalificación. Por cierto, ayer pronto a la cama porque a las 6 de la mañana espera hoy un España-Suecia de balonmano.
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