El pasado martes, el presidente de ERC, Oriol Junqueras, aseguró que se sentía fuerte para seguir al frente de la formación republicana. Al día siguiente, sin embargo, y tras una reunión de la Ejecutiva, dio a entender que abandonaría su cargo después de las elecciones europeas o, a más tardar, en el congreso que su partido celebrará en noviembre.

Parecía, por tanto, que esa era su última palabra, pero resultó que solo era la penúltima. Ayer volvió a comparecer para declarar que no renuncia a nada y que su intención es seguir al frente de Esquerra.

Eso sí, cifra su continuidad en el resultado de un proceso de escucha a la militancia. Ciertamente, es una fórmula que se lleva mucho, si bien no pocas veces las conclusiones de tales iniciativas no responden exactamente a lo que han largado los participantes. Cuidado con las trampas al solitario.

Trayectoria respetable

Confieso el mayor de los respetos por el hoy atribulado líder de la histórica fuerza soberanista. Ha demostrado con hechos irrebatibles –como pasar una temporada en prisión– que no está en política para medrar. Su compromiso está fuera de toda duda.

Y también hay que reconocerle que, bajo su mandato de ya doce años, ERC recuperó la pujanza perdida tras la marcha de Carod Rovira y llegó a conseguir resultados a la altura de sus mejores épocas.

Sin embargo, sus números en las últimas cuatro citas con las urnas han ido de mal en peor, descenso a los infiernos certificado por el batacazo del pasado domingo, cuando perdió 13 escaños y casi 200.000 votos.

Sería brutalmente injusto atribuirle el desastre en solitario. Las extrañas decisiones sucesivas del hoy president en funciones, Pere Aragonès, han tenido mucho ver, sin duda. Pero también ha pesado la actuación (y las actitudes) de todos los dirigentes y/o sus caras más conocidas.

Y, por mencionarlo todo, y aunque, de nuevo, no sea justo, ERC parece que ha pagado su pragmatismo, su espíritu conciliador y la rebaja de su tono discursivo frente a la estrategia de Junts de elevar el diapasón y jugar en el filo de la navaja.

Aun así, no se entiende la obstinación en no ceder los trastos.