Esta vez es importante la precisión. No hablamos de la Ertzaintza sino de ertzainas. Es verdad que son centenares, o incluso unos cuantos miles. Lo comprobamos en la primera movilización de esta plataforma que calca los modos y me temo que también la ideología de las asociaciones parasindicales ultraderechistas de diferentes cuerpos policiales españoles. Por desgracia, se cumple milimétricamente el dicho: el hábito, o sea, el uniforme, hace al monje. Bien es verdad que, en muchísimos de los casos, lo del matonismo es vocacional. Y cuando se juntan el hambre y las ganas de comer, es decir, la prepotencia y la sensación (acreditada con los hechos) de impunidad, nos encontramos con el descomunal problemón que tiene ahora mismo la sociedad vasca. Una parte importante de quienes están llamados a protegernos y a garantizar el normal desenvolvimiento de nuestras vidas se dedica a complicar la convivencia y hace dejación de las funciones por las que se les paga tres veces mejor que al común de los currelas.
¿Generalizo? Ni de lejos. Pero este es el momento de que se den por interpeladas las personas -ojalá también sean miles- que entraron a la Ertzaintza no como rebotados académicos sino porque de verdad se creían sus principios. Por descontentos que estén con su situación laboral (cambio la mía por la suya sin mirar), no pueden aceptar imágenes como las que vimos el pasado jueves en Gasteiz. Cualquier colectivo que hubiera parado el tranvía y colapsado la ciudad se habría llevado una manta de hostias (mal, muy mal), pero los compañeros de paisano que lo hicieron recibieron abracitos de oso. Vergüenza.