Es una pena que el ruido mande al segundo plano de la actualidad noticias de gran calado. En este mismo diario damos cuenta, y creo que con el relieve adecuado, de una de ellas. Liderados por el lehendakari Iñigo Urkullu, los gobiernos de quince territorios europeos se han unido para exigir a la UE que cese en su afán centralizador y ponga en marcha un foro donde las realidades locales tengan voz. Antes de que nadie venga con la matraca habitual, aclararemos que estamos hablando de entidades bien diversas, desde naciones sin estado a regiones históricas, pasando por ciudades con impronta propia, e incluso, dos comunidades autónomas del estado español como la valenciana y las Illas Balears, cuyos Ejecutivos lidera el PSOE en coalición.

Lo que se reclama, por tanto, va más allá de lo meramente identitario, aunque es obvio que algunos de los firmantes de la llamada Declaración de Bilbao no renuncian a la reivindicación de su soberanía. Pero en lo inmediato, lo que se demanda es tan primario como el derecho a ser escuchados a la hora de tomar decisiones que van a afectar a la ciudadanía de territorios con una idiosincrasia marcada. Es, por añadidura, una cuestión de índole práctica: cuanto más lejos estén los centros de decisión, más posibilidades habrá de que yerren en sus diagnósticos y, en consecuencia, de que las medidas que determinen pasen por alto las necesidades reales de sus supuestos destinatarios. La pelota vuelve a estar en el tejado de una Unión Europea que, hasta la fecha, ha sido voluntariamente ciega y sorda hacia las comunidades humanas y políticas que hay bajo el corsé de estados.