omo conté ayer, Día Mundial sin Tabaco, en Onda Vasca, muy pronto se cumplirán ocho años de mi última calada. Fui muy consciente de ella. Mi médico me llamó a las ocho de la mañana para pedirme que bajara corriendo a la consulta porque acababa de recibir el resultado de unas pruebas de rutina que me había mandado hacer. Los análisis y, sobe todo, un electrocardiograma, le indicaban que algo no iba bien. Llegué al ambulatorio apurando ese pitillo que, ya digo, sabía que era el último, y fui despachado al hospital de Cruces con un volante de máxima urgencia. Según entregué el papel en admisión, un celador me llevó en volandas a una pequeña sala donde me pusieron una inyección y una pastilla debajo de la lengua, y me llenaron de electrodos. “¡Hostia puta!”, le oí decir al médico al ver la gráfica en el papel milimetrado. Luego me miró a mí y dijo: “No te puedo explicar científicamente cómo estás vivo. Has tenido un infarto de los que normalmente no se sale”.

Mil pruebas después, quedó acreditado que la culpa, por encima de mi vida y mi alimentación desordenadas, había sido del joío fumeque. Dos paquetes diarios de media, aunque no era extraño que fueran tres. Quince días más tarde, salí del hospital convencido de que aquel patatazo que me pudo llevar al otro barrio había sido una bendición. Hoy sigo pensándolo y aquí estoy, contándoselo a ustedes, le den o no al trujas, después de los consabidos mensajes para acojonar y excitar el sentimiento de culpa del personal que corresponden al día oficial contra la nicotina. Es solo una experiencia personal. No va más allá. Pero ojalá le sirva a alguien. l