- Alivio. Es la palabra más escrita y pronunciada en las últimas horas. Rezumando un tanto de cinismo y otro de frivolidad, diría yo. Primero, porque realmente nadie temió seriamente que las cosas pudieran irse tanto de las manos como para que la victoria en las presidenciales francesas cayera del lado de Marine Le Pen. Es verdad que flotaba en el ambiente media vaharada de susto, quizá por el recuerdo del brexit, de Trump o de Bolsonaro. Pero aquí no se daban (todavía) las circunstancias como para que se produjese el vuelco. No olvidemos que esto no era un mano a mano entre dos candidatos. Era un partido de la rocosa aspirante de la extrema derecha contra casi todas las demás fuerzas mínimamente democráticas del hexágono. Habría sido un cataclismo cósmico que no se hubiera impuesto Macron, incluso, como ha sido el caso, a base de millones de votos emitidos con la nariz tapada. De hecho, si se examina el resultado con un mínimo desapasionamiento, no pasa por alto que los números de la lideresa ultradiestra son históricos.

- A la inversa, y pese al entusiasmo excesivo derrochado desde que quedó claro que no habría desastre, las cifras del ganador son mediocres tirando a cutres. No ha sido la victoria del estadista carismático sino la del mal menor, con el respaldo (forzado en muchos casos, insisto) de uno de cada cuatro franceses y con la mayor abstención en más de medio siglo. Y eso, cuando se tienen cinco años por delante, no es precisamente una invitación al optimismo. Hay motivos para pensar que al presidente reelegido se le va a hacer muy larga la legislatura, concitando el descontento no solo a diestra, sino también a siniestra. Habrá cola para montarle barrilas que serán, además, crecientemente diversas en cuanto a sus participantes. No se dará abasto de chalecos amarillos.

- Mientras, el elefante seguirá estando ahí. La extrema derecha, encarnada en Le Pen, en el todavía más bruto Zemmour, o en quien se tercie, seguirá engordando gracias, curiosamente, al aliento de centenares de miles de personas que no son ni remotamente de extrema derecha. Ha dicho Macron que toma nota de la cólera de esos votantes y que habrá respuesta. ¿Cuál? Ya verán cómo ninguna. Ni de su lado ni del de los decretadores de alertas antifascistas. Seguirán refugiándose en el trazo grueso: tacharlos de racistas e insolidarios. Es lo más cómodo aunque, como hemos visto, no lo más eficaz. Dentro de mes y medio, por cierto, se celebrarán las legislativas, con aroma a tercera vuelta.