duras penas contengo las lágrimas de rabia al leer en este mismo diario el testimonio de la (por ahora) víctima más reciente de una agresión homófoba en Bilbao. Más allá de los detalles particulares, el relato contiene un elemento que se repite prácticamente en todos los cada vez más frecuentes episodios de violencia machirula y casposa: la expresión “¡Maricón de mierda!” proferida con asco por los matones. Y acabo de dejar anotada la otra constante. Aunque pueda haber un tipejo que lleve la voz cantante, lo más corriente es que los agresores actúen en grupo. O sea, en piara, jauría o manada. Hasta quince cagarros humanos jalearon en esta ocasión al chulito que propinó el puñetazo al joven. Eso habla de cobardía y de gregarismo ovino, pero también de sensación de impunidad y de fracaso absoluto de las bienintencionadas acciones para evitar que ocurran este tipo de atropellos.
No me canso de escribir que va siendo hora de pasar de las palabras a los hechos. Porque están muy bien las reprobaciones megacontundentes, las apelaciones con mentón enhiesto a que cada vez sea la última... hasta la siguiente y las proclamas de “tolerancia cero” que se manifiestan ridículas ante la evidencia: no solo no se evitan las agresiones sino que se vuelven casi un hábito. No hay fin de semana en que no se produzca una. Y toda nuestra respuesta es reactivar el bucle infinito de echarnos las manos a la cabeza, canturrear una solidaridad de chicha y nabo, hacer como que nos indignamos mucho, y pedir otra de gambas. ¿Qué tal si probáramos a demostrar a los agresores que sus vilezas no salen gratis?