Se podría decir que Isabel de Urquiola disfrutó de un atípico viaje de novios. No solo porque en él estuviera presente su hermana Juliana, sino también porque, sin haber cruzado antes siquiera las fronteras vitorianas, se embarcó en un vapor británico con destino al ignoto continente africano. Claro que esto resulta un poco menos insólito cuando de quien se enamora una es de Manuel Iradier.

El entusiasmo de aquel muchacho, soñador y apasionado fundador de La Joven Exploradora, llamó la atención de una también inquieta y curiosa Isabel, que se escapaba de la panadería familiar para acompañar a su hermano a las reuniones que organizaba esta pionera agrupación, consagrada a la exploración y el conocimiento de la realidad geográfica del momento.

En 1874, apenas un mes después de formalizar su matrimonio, unos jovencísimos Manuel, Isabel y Juliana pusieron rumbo a lo desconocido, imbuidos por el ideal romántico decimonónico, pertrechados con lo justo y sin ser en absoluto conscientes de lo exigente de su propósito. Lo más parecido a una toalla con forma de cisne que encontraron en los húmedos aposentos de aquella embarcación destinada, en realidad, a la carga, fueron cucarachas y ratas en las que no había traza alguna de felpa.

No sorprenderá al lector saber que la presencia de las mujeres no acostumbraba a ser bienvenida en esta clase de expediciones. Y era si cabe menos frecuente que asumieran, como fue el caso, responsabilidades en el trabajo de campo. La abrumadora belleza del paisaje guineano y una científicamente rigurosa labor de registro meteorológico se convirtieron en el único soporte anímico de Isabel y Juliana, que fueron muy pronto conscientes de las duras condiciones de vida en el país del Muni. Con Iradier sufriendo lo indecible en las hostiles profundidades de la selva, las dos mujeres hacían frente a su vez a la soledad, el desarraigo, la pesada monotonía y unas recurrentes fiebres que, de hecho, acabarían por segar la vida de Isabela, la primera y prematuramente fallecida hija de Isabel y Manuel.

Repasando su azaroso periplo, resulta evidente que fue esta pérdida lo que marcó un antes y un después en el rumbo del matrimonio. De un modo soterrado, y probablemente injusto, una inconsolable Isabel culpaba a su marido del trágico destino de Isabela; y con aquella infortunada criatura se fueron también el amor y la complicidad que en el pasado habían unido a aquellos dos jóvenes hambrientos de aventura y conocimiento.

La precaria salud que ambos arrastraron de por vida no se vio precisamente beneficiada por el daño que les causó la muerte de su pequeña. Y si bien Iradier reanudó sus vocacionales viajes de exploración de la mano de la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas, Isabel optó por permanecer en España, junto a sus también enfermizos hijos Amalia y Manuel. Presa de graves pulmonías y repetidas fiebres, experimentó hasta el fin de sus días poco menos que una muerte en vida. Nada parecía quedar ya de la joven y otrora entusiasta Isabel en aquella alma huraña, arisca y solitaria, cautiva en una carcasa prematuramente envejecida. Y lo poco que hubiera logrado sobrevivir se esfumó cuando Amalia, igualmente aquejada de insoportables fiebres y dolores de cabeza, se arrojó por el balcón la víspera de su boda.

Manuel Iradier murió en 1911, y, semanas después, con solo 57 años, la propia Isabel siguió a su marido en aquel último y definitivo viaje.

“El proyecto de usted es grandioso y realizable. Y su edad la más conveniente”, le dijo Henry Morton Stanley a un deslumbrado Manuel Iradier, que poco imaginaba entonces el precio que pagaría. Y si él es víctima de un considerable olvido, no hará falta que les cuente lo que ha ocurrido con Isabel de Urquiola, que ni siquiera gozó de las merecidas líneas en África, el libro de memorias de su marido.