La investigación que instruye un juez de Tarragona contra el exministro del PP Cristóbal Montoro por presunto tráfico de influencias para modificar leyes en beneficio de empresas clientes y afines se encuentra en una fase preliminar cuyo desarrollo depende aún de reforzar los indicios percibidos. Pero no deja de ser el mismo escenario que ha servido para que el equipo de Núñez-Feijóo haya construido su campaña de desgaste y señalamieno del Gobierno de Pedro Sánchez. En consecuencia, el riesgo de que el aspirante a relevar al PSOE en La Moncloa se encuentre sometido al mismo ejercicio de desprestigio es objetivo. Y dañino para el propio desarrollo del procedimiento judicial con el debido respeto y garantías. El pecado de no respetar los plazos de la justicia en democracia, de alimentar juicios paralelos y provocar con ellos la irritación de la opinión pública conlleva la penitencia de verse sometido a la misma amarga medicina cuando las siglas propias se encuentran en tesitura similar. Al PP le ocurre con esta investigación al exministro de José María Aznar y Mariano Rajoy y, por el uso del poder comunicativo del Gobierno de Madrid para ampararlo, con la pareja de Isabel Díaz Ayuso. Casos, ambos, que merecen la misma presunción de inocencia y respeto al procedimiento que se ha negado a otros hasta la fecha y que serán culpables de algún delito solo cuando quede acreditado en sede judicial. El propio Partido Popular es consciente de estos extremos, como demuestra el hecho de que su primera defensa es, precisamente, tratar de reducir la gravedad de los hechos imputados a Montoro por comparación con los que rodean al presidente Sánchez. El vicesecretario de Hacienda del PP, Juan Bravo, hacía ayer una pobre defensa con ventilador al diferenciarlo de casos que incluyen, según sus palabras, a prostitutas, colocación de amigas o cátedras inexistentes y tratando de poner en valor que las normas presuntamente favorecedoras de una red de influencias del exministro del PP fueran aprobadas en el Congreso; por la mayoría absoluta del PP, dicho sea de paso. Pero lo más grave de la situación es que la extensión de una política del desprestigio no tiene visos de dejar de utilizarse aun a costa profundizar en el alejamiento ciudadano de las instituciones democráticas. El desgaste no es de los partidos ni de las personas, sino del propio modelo democrático. Y quienes aspìran a suplantarlo se frotan las manos.