La política española lleva tiempo asentada en la dinámica de escandalizar como mecanismo de desgaste del rival. Para ello, se eleva el relato de la gravedad de hechos que muchas veces son dolorosamente sangrantes pero que quedan diluidos en una corriente de mensajes diversos que los ahogan. Así, cuando todo se convierte en motivo de escándalo, los auténticos motivos de escándalo parecen solo uno más de los hechos sin importancia que configuran el proceder normal en la política. Vuelve a suceder con las nuevas revelaciones sobre la denominada “policía patriótica”, término revelador para describir prácticas delictivas que pretenden ampararse en un supuesto bien incontestable. Durante el gobierno de Mariano Rajoy, el responsable de Interior, Jorge Fernández Díaz, habría liderado una banda organizada de agentes de la autoridad, titulares del ejercicio del monopolio de la violencia en la presunción de que su labor está dirigida por el interés común, la prudencia y el escrupuloso respeto a los principios y derechos democráticos. Las estructuras creadas para la protección de los derechos se habrían utilizado para vigilar, desacreditar y acosar al disidente político, así como para proteger con actos ilegales al partido que dirigía esas estructuras: el PP. La “policía patriótica” habría reproducido en diversos casos el mismo proceder: investigación, persecución, acoso y espionaje. La conocimos cuando se aplicó contra los líderes del soberanismo catalán, cuando fijó en el punto de mira de la investigación ilegal a políticos electos, jueces y fiscales en busca de elementos con los que desacreditarlos preventivamente. No por ser sospechosos de actos delictivos sino por no ser “fiables” para los objetivos políticos de aquel gobierno y este partido. La investigación a los diputados de Podemos solo es una más tras la “operación Cataluña” y la “Kitchen” y repite su común denominador: el interés político particular se apropia de los instrumentos públicos para usarlos contra la sensibilidad ideológica ajena o para proteger la propia de sus excesos –espiando o robando documentación a Luis Bárcenas–. Delictivo y antidemocrático, este proceder no necesita que se le catalogue de lawfare para que sea reprobado, juzgado y, en su caso, condenado. De hecho, eludir la palabra no reduce la gravedad del ataque a la democracia.
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