La brutal escalada de violencia desencadenada por los ataques terroristas de Hamás desde Gaza en suelo israelí ha dado lugar a una confrontación verbal entre partidos políticos en el Estado que retrata más las propias percepciones, filias y fobias que la necesaria base ética común ante un episodio de violencia terrible en su contexto y sus consecuencias. Desde esta perspectiva, es importante fijar una posición nítida de condena frontal de las atrocidades que se están produciendo tanto en la acción como en la reacción. No cabe minimizar el contexto de acoso y deshumanización histórica que sufre el pueblo palestino en su conjunto, pero sí de evitar la asimilación de la causa palestina a organizaciones como Hamás, denunciada reiteradamente por Amnistía Internacional por sus acciones terroristas, por prácticas antidemocráticas hacia su pueblo y alineadas a intereses extranjeros. La condena firme a la estrategia expansionista de los gobiernos de la derecha israelí y a la brutal represión, la tortura y asesinato que la acompañan, convive en el mismo suelo ético con la condena sin ambages de los crímenes cometidos en nombre de la libertad palestina. La supervivencia como estados viables tanto de Israel como de Palestina no puede seguir siendo un escenario excluyente uno del otro. No cabe mirar hacia otro lado ante las atrocidades por poses políticas con diferentes baremos en función de quién cometa los crímenes. El consenso ético básico debe asentarse en que la atrocidad no merece la coartada del matiz y el ataque de Hamás ha sido atroz y terrorista en la definición más clásica del fenómeno: actos de violencia ejecutados para infundir terror, por lo común de modo indiscriminado. Pero en el debate político cercano persiste un juego de equilibrios que mide el grado de reproche o asunción de la violencia. En este sentido, no resulta nada edificante el modo en que ciertos políticos se muestran dispuestos a enzarzarse en la descalificación personal del rival, desde una solapada comprensión de la violencia de quien le resulta más afín, sea Hamás o Israel. No arrastren esos políticos a la sociedad a la trampa de elegir qué atrocidad es más o menos injusta; su obligación ética es desterrarla en la búsqueda de fines políticos, por legítimos que puedan considerarse. Y el derecho a existir y decidir de los pueblos palestino e israelí lo es.