La pasada semana, el asesinato del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio supuso una sacudida en el país, en América Latina y debería serlo en el conjunto de la comunidad internacional. Villavicencio fue asesinado por sicarios de la mafia del narcotráfico, que en América latina se ha convertido en un fenómeno continental –seis arrestados por supuesta participación en el asesinato en Ecuador son de origen colombiano–, aunque sus efectos sean más dramáticos allí donde es más fuerte su capacidad de desbordar al Estado por sus la limitación de sus capacidades económicas y estructurales. Durante décadas, se ha extendido una narcocultura que ha logrado crear una estructura social asociada al crimen organizado que se ha nutrido fundamentalmente de la incapacidad de respuesta del Estado democrático a las demandas de bienestar de la ciudadanía. El crimen organizado en torno a la ingente demanda de estupefacientes ha sido la vía de escape de la miseria y el caldo de cultivo de la pérdida de valores colectivos, de más de una generación de jóvenes sin alternativas desde México a Brasil. El fracaso en las políticas de desarrollo en muchos países ha creado bolsas de miseria en medio de un pulso de modelos económicos ultraliberales o socialistas cuyo pulso ha colaborado inconscientemente en el deterioro de las herramientas de convivencia en la región. La política no está siendo capaz de responder a esta tensión social y se mueve en demasiadas ocasiones en extremismos de uno y otro lado en los que los derechos y libertades se ven cuestionados, alimentando a su vez la percepción de un sector de sus sociedades que se siente abandonado y crea sus propios vínculos de lealtad en organizaciones mafiosas, paramilitares, maras, etc., que priman la satisfacción económica inmediata sin los principios éticos que en demasiadas ocasiones no hallan tampoco en la respuesta institucional. Es imperioso el rescate social de millones de jóvenes, la construcción de una expectativa realista de calidad de vida al margen de la delincuencia y del dogmatismo extremista. La implicación internacional comienza por aportar las condiciones de supervivencia que construyan estados viables y no por relación de mercantilización de sus recursos. La extensión de este mal en un mundo globalizado no es local.