El asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021 fue uno de los más oscuros episodios para la estabilidad de una de las democracia más antiguas. Un suceso inesperado e inexplicable sin el retorno del viejo populismo que divide y embrutece a la sociedad –que ya alumbró los fascismos del siglo XX– y de su figura más relevante: Donald Trump. La respuesta de la Comisión del Congreso ha sido solicitar la imputación del expresidente por cuatro delitos relacionados con el intento de impedir el acceso al Gobierno de la nueva administración demócrata salida de las urnas dos meses antes. Cuatro delitos que se resumen en la conspiración y la incitación a la insurrección por sus mensajes que animaron y justificaron a la horda de sus seguidores invasora de la sede del Legislativo. Las conclusiones de la Comisión son, en todo caso, una mera recomendación. Es al Departamento de Justicia de Estados Unidos al que le corresponderá incoar una acción judicial contra Trump cuya materialización dependerá de condicionantes políticos. Las investigaciones que llevan adelante las agencias federales incluyen y amplían con más datos la misma documentación y testimonios que han llevado al Congreso a entender que el expresidente republicano delinquió contra la integridad de la democracia en Estados Unidos. Por ello, cabría anticipar una eventual conclusión en los mismos términos y esta debería transformarse en procesamiento por unos cargos que, en su conjunto, superarían los 10 años de condena a prisión y la inhabilitación para cargo público en caso de considerarse acreditados. Sin embargo, demasiadas voces desaconsejan elevar al altar del martirio el discurso populista de Trump, quien eligió el mismo día de las conclusiones de la investigación para calificar de criminal a Joe Biden por su gestión de “la pesadilla fronteriza”, agitando el fantasma de la inmigración. El desgaste de las instituciones democráticas es constante de la mano del populismo. Este se apropia de los mecanismos que garantizan las libertades para asentar políticas con las que restringirlas sustituyendo el proceso democrático por opiniones públicas enardecidas con desinformación. La democracia siempre será reactiva ante esa amenaza, no podrá anticiparse a ella pero debe ser contundente en su respuesta para detenerla.
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