e solapan entre sí los desencuentros entre PSOE y Unidas Podemos y se están proyectando hacia el exterior con una visceralidad impropia de una coalición de gobierno obligada a proyectar la estabilidad necesaria para acometer retos que la ciudadanía percibe por encima de los que son motivo del pulso dialéctico. El más reciente de ellos, que momentáneamente desplazó al que mantienen la ministra Yolanda Díaz y la vicepresidenta Nadia Calviño sobre los tiempos y el calado de la reforma laboral en ciernes, vuelve a implicar un procedimiento judicial, lo que viene siendo una constante que acaba situando a los órganos judiciales del Estado en un protagonismo político impropio de sus funciones. La decisión de la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, de retirar su acta al hoy defenestrado diputado canario de Podemos Alberto Rodríguez por exigencia del Tribunal Supremo tiene varias lecturas. La primera está asociada a la prioridad de Batet de evitar un choque con el alto tribunal en un ámbito en el que el debate jurídico está abierto y, de hecho, existen interpretaciones igualmente autorizadas y contrapuestas sobre la suspensión del acta. Esto nos lleva a una segunda lectura relacionada con el papel que el Tribunal Supremo ha jugado en la crisis. Concluido el proceso y satisfecha la condena de Alberto Rodríguez, la consecuencia sobre su inhabilitación, no suficientemente clarificada, debería haber sido motivo para que el juez Manuel Marchena hubiera actuado con una prudencia pedagógica, aportando, si fuera el caso, la suficiente argumentación frente a los servicios legales del Congreso, que no consideraban obligado imponerse a la legitimidad del sufragio. Estos pulsos legales entre la exigencia de las decisiones jurídicas y el ámbito que debe aplicarlas los conocimos en Euskadi con el llamado caso Atutxa, cuyas nefastas consecuencias solo pudieron evidenciarse, pero nunca corregirse, en la jurisdicción europea. Y, en tercer lugar, es preciso frenar la inercia retórica que marca la actividad institucional. Ione Belarra, en su irritación con Batet, reacciona acusándola de prevaricación y acaba matizada por Alberto Garzón. Pero Belarra es ministra y representante institucional, aunque no sepa separarse de su faceta partidista, y colabora a dificultar la estabilidad necesaria para satisfacción de quienes no la desean.
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