l cierre de las urnas en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, aunque el recuento final se prolongará varios días, debería poner fin a la degradación política que conlleva la enorme polarización provocada por el estilo provocador de Donald Trump y su nulo respeto por las reglas, textuales o de tradición, de la primera democracia. Y debería hacerlo más allá de un resultado que hasta última hora se ha considerado más reñido de lo que la histriónica personalidad del todavía presidente y su peculiar, por errática, forma de gobernar, así como sus resultados reales, podían hacer predecir. La ya cuestionada cohesión de EEUU difícilmente podría soportar que la política postelectoral profundice en la división racial, pero también social y económica, incluso geográfica, que ha resurgido con toda la crudeza de la convulsa historia de EEUU. Joe Biden parece haberlo comprendido en sus últimos mítines, quizá convencido por su ventaja en voto popular, con un discurso más comedido que el que utilizaba hace solo un mes, pero las continuas alusiones de Trump sobre el voto por correo y un supuesto fraude se antojan algo más que una advertencia de lo que podría ser su reacción. No en vano, de los más de 210 millones de votantes registrados -se esperaba una participación récord entre los 254 millones de estadounidenses con edad para votar-, más de 90 millones ya habían emitido su voto por correo o por adelantado, el doble que hace cuatro años, lo que supondría más de la mitad de los al menos 160 millones de votos finalmente emitidos que se calculan. Y que tanto las encuestas como la historia confirmen el voto anticipado como de fuerte mayoría demócrata frente a la más amplia tradición republicana de acudir a votar el primer martes tras el primer lunes de noviembre da una idea de por qué Trump lo ha venido cuestionando. En todo caso, ni el Grand Old Party republicano ni el Partido Demócrata fundado por Andrew Jackson, el más antiguo de los que existen en el mundo, deben o pueden soportar un cuestionamiento de los resultados que conlleve el de todo el sistema electoral y, por extensión, el de las democracias. Exactamente al contrario de lo que sucedió hace cuatro años, cuando se inició la deriva degradante hacia lo que Anthony de Jasay ya había definido al final del pasado siglo como against polítics, el anarcocapitalismo, exportado a continuación extramuros de EEUU.
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