e acerca el momento de reactivar la actividad escolar y se reproducen debates ya experimentados en relación a los protocolos, las infraestructuras, la formación y dimensión del personal docente y la dotación de recursos adicionales para un regreso seguro de los más jóvenes a los centros educativos. Este contexo de pandemia conlleva el riesgo de que cada nuevo escenario reduzca en cierta medida la atención sobre el inmediato anterior, como si las normas de seguridad, los comportamientos o las medidas de autocontrol del riesgo que conlleva la vuelta a clase fuera un compartimento estanco sobre las mismas normas, comportamientos y control del riesgo que apelan a la responsabilidad colectiva. Ya padecimos un falso debate sobre el riesgo de la actividad laboral al principio de la pandemia y se reveló un sinsentido tanto por las implicaciones de suspender la actividad económica del país como por la evidencia de que la transmisión comunitaria no tenía en el centro laboral el foco riesgo sobredimensionado que se pretendía en ciertos discursos. Hoy estamos ante un nuevo reto cuyos protocolos de desempeño conocemos desde principio del verano. Los procedimientos para encarar un curso presencial con garantías están definidos desde hace dos meses y su implementación, medición de costes y necesidades derivadas deberán haber sido analizadas durante este tiempo. Lo que no quita para que la adaptación de los usos y protocolos tendrá que ser ágil para estar a la altura de escenarios cambiantes. El personal, docente y no docente, no es especialista en sanidad ni en seguridad laboral. No se puede pretender que actúe como tal. Pero, de igual modo que no lo son cualquier otro profesional en su entorno laboral, algunos tanto o más expuestos, como la hostelería y otros servicios que implican contacto directo con un entorno de gran movilidad personal. Los debates sectoriales por los que hemos pasado han comenzado descargando la responsabilidad sobre una autoridad que organice y dote de recursos y han terminado evidenciando que solo funciona la implicación cívica colectiva. No son los jóvenes ni los estudiantes ni los profesores ni los hosteleros. El factor de riesgo son las prácticas individuales y colectivas que obvian los protocolos compartidos y conocidos. Es tiempo de asentar ese principio porque ninguna iniciativa de la administración puede tener éxito sin esa implicación corresponsable.
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