a pretensión del Gobierno español, a través de su portavoz, María Jesús Montero, y del ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, también de otros partidos como PP y Cs, por preservar la figura de Felipe VI y ceñir a su padre y predecesor, Juan Carlos I, las responsabilidades que pudieran derivarse de las actuaciones del Tribunal Supremo tras la investigación de la Fiscalía de Suiza de las cuentas en ese país y en Panamá de la Fundación Lucum -constituida con el rey emérito y la familia real como beneficiarios-, adelanta la actitud de los poderes del Estado ante posibles delitos que, sin embargo y más allá de la figura del anterior monarca, cuestionan al propio régimen monárquico. En primer lugar, porque solo desde su posición como jefe del Estado y cabeza de la Casa Real pudo Juan Carlos I utilizar recursos y relaciones provenientes de su condición y a los que no hubiese tenido acceso sin ella para asegurarse beneficios a los que únicamente puede darse el calificativo de personales. En segundo lugar, porque esto cuestiona directamente la capacidad de control que de los actos del rey otorga la Constitución (art. 64) al Gobierno del Estado, el único al que el monarca se somete por el carácter inviolable de su figura (art. 56.3). En tercer lugar, porque excluir de la investigación de la Fiscalía del TS y las consecuencias a que dé lugar el paréntesis durante el que Juan Carlos I fue rey y por tanto inviolable y ceñir las mismas a partir de su abdicación el 19 de junio de 2014, años después de los hechos investigados, abunda en ese cuestionamiento ya que solo puede pretender preservar no ya la figura del rey emérito, que también, sino a la Casa Real y, con ella, a Felipe VI y a un régimen monárquico sobre el que los gobiernos, de distinto signo, nunca han ejercido el control al que están obligados por mandato democrático. Y finalmente porque la evidencia de esas dudas afecta al equilibrio democrático y la posición internacional del Estado dado que el rey “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones” y “asume la más alta representación en las relaciones internacionales” (art. 56.1) y, sobre todo, ostenta “el mando supremo de las Fuerzas Armadas” (art. 62.h) a las que el art. 8 otorga “la misión de garantizar la la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”, es decir, todo aquello de lo que precisamente la Constitución hace al rey símbolo y máximo representante.
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