Atraído por el reclamo positivo de Barcelona-Catalunya como ciudad-país europeo y mediterráneo de singular relevancia cultural, económica, urbanística, de ocio y académica (además de la especificidad política coyuntural que despierta interés en el mundo), su entorno de recreo (playas, montañas, deporte?), un gran despliegue turístico internacional se da cita de forma incremental año tras año, bien por su elección como destino temporal o como tránsito de conexión ya sea por vía marítima o aérea.

Siguiendo esta lógica, decenas de miles de viajeros eligieron Barcelona -paso o destino- para disfrutar de sus merecidas vacaciones de verano este año en curso. Desgraciadamente, su libre elección se ha convertido en una auténtica pesadilla. Atrapados en un aeropuerto sometido al monopolio gestor de una sociedad pública, Aena, gestionada a distancia desde la lógica uniformizadora de una Administración que entiende preferible ceder su responsabilidad de servicios esenciales a una concesión privada y no a otra institución o administración pública-local o infraestatal por razones exclusivamente políticas, han sufrido largas e interminables colas con el pretexto de la seguridad (la más de las veces bajo el control y supervisión de personal no cualificado, escasamente educado para atender a un cliente o ciudadano, a cuyo servicio se debe), convertidos en inocentes piezas de chantaje o presión negociadora de condiciones laborales que hacen del castigo a terceros su mejor bandera reivindicativa. Larga e incómoda espera que, además, ha destrozado las expectativas y vacaciones de muchos, perdiendo sus conexiones a destinos finales, estropeando planes familiares y el consecuente quebranto económico, por no destacar la proyección de una imagen negativa de la ciudad-país en cuestión. Por si no fuera suficiente, quienes lograron superar el espacio aeroportuario e intentaron trasladarse a algún otro punto, se enfrentaron a la caótica desatención de otro servicio básico, el transporte, enfrascado en su particular lucha entre el servicio ordinario de taxis y la emergente economía colaborativa aplicada a este mundo y simplificada en las empresas Uber y Cabify. Todo un caótico panorama alejado de la voluntad de descanso, veraneo y turismo esperable.

Una y otra situación, bajo el amparo -violencia e incumplimientos legales aparte- del justo derecho a la huelga, un desorganizado, y en algunos casos delictivo, comportamiento delictivo de algunos, provoca un desaguisado además de un negativo impacto no solamente en el ámbito turístico sino también en la libre circulación de personas y en sus expectativas de trabajo o descanso. Y no hemos hecho sino empezar agosto, con la duda razonable de esperar otras actuaciones similares tanto de estos grupos y actividades como de otros prestadores de servicio al público.

Pero si estos hechos asociables con la mala gestión de las empresas relacionadas y las lagunas regulatorias al respecto influyen en el ya de por sí largo debate en torno al mundo del turismo y sus bondades, su distribución coste-beneficio en las poblaciones destino y la relación entre residentes locales y su convivencia por la concentración masiva localizada de visitantes en determinados espacios, en esta ocasión se han visto agravados por la irrupción de la violencia callejera que un determinado grupo ha decidido impulsar al amparo de la turismofobia. Adicionalmente, la artillería mediático-política española contraria al proceso democrático y pacífico favorecedor de un referéndum en el llamado procés cuya siguiente parada está prevista para el próximo 1 de octubre, no ha tardado en vincular dichos actos delictivos e intolerables con el posicionamiento pro independencia y/o pro derecho a decidir. Obviamente, se abstienen de mencionar actos similares en Baleares, por ejemplo, o Madrid, en donde se tratará, simplemente, de un debate en torno al Turismo y su impacto en la Sociedad.

Recordemos (de la mano de la misma Unwto) algunos datos clave sobre la industria del turismo cuya expansión ha sido constante en las seis últimas décadas, liderando el crecimiento y diversificación de los sectores económicos a lo largo del mundo, convirtiéndose en un vector clave en la transformación de la sociedad, favoreciendo el progreso socioeconómico, motor generador de empleo, desarrollo de infraestructuras (sobre todo básicas) y fuente generadora de ingresos y exportaciones sin parangón.

Baste también recordar que las llegadas de turistas internacionales a escala mundial han pasado de 25 millones en 1950 a 270 millones en 1980, 674 millones en 2000 y nada menos que 1.250 millones en 2016. Que el turismo internacional supone el 7% de las exportaciones mundiales de bienes y servicios, con un crecimiento anual superior al del comercio mundial, que supone el 10% del PIB mundial, ocupa a uno de cada once empleos y moviliza de 5.000 a 6.000 millones de turistas internos. La cuota de mercado del turismo de los países emergentes alcanza el 45% y las estimaciones para 2030 lo sitúan en el 58%, con la elevada influencia que en sus diferentes niveles de desarrollo comporta, para un total previsto de 1.800 millones de turistas internacionales.

Este marco obliga a profundizar, desde su impacto real, no ya en situaciones coyunturales determinadas sino en un profundo proceso de reflexión de las diferentes estrategias a seguir (regionalizadas, comunidad a comunidad, ciudad a ciudad, con determinadas acciones diferenciadas según localizaciones y espacios concretos).

Así, Barcelona apostó por un modelo de promoción turística que tuvo un punto clave de inflexión con los Juegos Olímpicos de 1992, luciendo su mejores galas para la atracción del interés mundial, siendo el motor de transformación urbana, de modernización y mejora de la ciudad y el área metropolitana, de generación de autoestima y percepción de reconocimiento internacional, puesta en valor de sus movilizaciones pacíficas y democráticas desde un voluntariado no visto hasta entonces y múltiple iniciativas económicas de gran valor-país. La atracción por la ciudad y el interés en visitarla no ha dejado de parar. Generalitat y entidades públicas y privadas han trabajado en cuidar ese valor compartido mitigando efectos negativos sobrevenidos. La estrategia básica deseada por toda administración es que el visitante lo sea de calidad, que pernocte un suficiente número de noches para dejar ingresos medios elevados, que consuma todo o casi todo en casa, que utilice todos los servicios posibles, que lo haga de manera respetuosa con la convivencia en Comunidad, que no sea un turismo barato, destructor, y que se distribuya en el tiempo y a lo largo y ancho de todo el territorio evitando concentraciones. Por supuesto, que esto se produzca en términos de sostenibilidad a la vez que sea un motor generador de riqueza y bienestar y que su balanza particular coste-beneficio resulte positiva para casa. Las estrategias, planes oficiales, iniciativas se sucedieron. En medio, demasiadas luces rojas se iban sucediendo: localidades convertidas en focos de turismo juvenil asociado a la bebida y el desmadre colectivo con el claro deterioro de infraestructuras, convivencia e imagen de calidad; turismo por horas para disfrutar discoteca y espacio de ocio fugaz, casi siempre pagado íntegramente en el exterior, para ir y volver tras las horas de fiesta; el efecto negativo del éxito no regulado favoreciendo alquileres ilegales o no declarados, usos no autorizados de vivienda y locales, concentración irregular en determinados barrios y comunidades; y la novedosa irrupción imparable de la emergente economía colaborativa que, a través de sus plataformas tecnológicas globalizadas, transforma los modelos de negocio y servicio, los usos legales de los activos (viviendas, espacios de ocio, acceso, transporte, etc.) desbordando las iniciativas administrativas.