La fe mueve montañas. Victor Lafay, una cordillera entera. El francés obtuvo una victoria mayúscula en Donostia. Apartó a Van Aert y Pogacar del pedestal con un ataque grandioso. El galo se disparó cuando el esprint entre los mejores parecía la única solución posible. Surgió desde el olvido Lafay para lograr un triunfo inolvidable en Donostia. Camuflado en el anonimato, nadie le prestó la suficiente atención, aunque en la víspera, en Pike Bidea, donde se testaron Pogacar y Vingegaard, fue el único en responder a semejante estirón. Era una señal.
Tachar al francés de la ecuación fue el error que masculló Van Aert cuando lanzó un puño de rabia al aire, enfadado consigo mismo en el Boulevard de los sueños rotos. En el de los deseos cumplidos se retrató la alegría desmesurada de Lafay, un francés en Donostia. Algo cotidiano. Costumbrista. Sin embargo, su logro resultó extraordinario.
Se anticipó Lafay a Van Aert, al que probablemente le faltó el relevo final de Vingegaard, y a Pogacar, dispuestos a batirse en duelo en la recta más conocida de Donostia, en la más icónica. El esloveno, siempre sonriente, esprinta en cualquier escenario. Estrella principal del Tour, a punto estuvo de fotografiarse como las luminarias que se pasean por el Festival de Donostia.
Los focos son para él. Luminoso. Es un neón el esloveno, que sale del pasaje por las capitales vascas con una enorme ganancia respecto a Vingegaard, el campeón en curso. Se repite el patrón del pasado año.
Segundo en la general que aún domina Adam Yates, Pogacar aventaja en 11 segundos a Vingegaard, al que le sisó la bonificación de Jaizkibel y le colocó otros cuatro segundos en Donostia. En un Tour prensado entre ambos, Pogacar toma ventaja. En la caída del telón en la ciudad que se asoma al Cantábrico y se acoda en las barandillas bellas de La Concha, Landa entró con los mejores. También Pello Bilbao, quinto, tras buscar un golpe de efecto que proyectó a Lafay.
Recostado el Tour en Mendizabala, a un par de palmos de Mendizorrotza, la casa del Alavés, se invoca a Landa, sumo sacerdote del ciclismo vasco y de esa religión pagana que es el Landismo, que tiene un poco de estilo de vida y mucho de humor. En el rostro de Landa se dibujan la melancolía y la dicha en el mismo fotomatón. Su mirada tiene algo de nostalgia y su sonrisa, pícara, triunfante, el halo de quien disfruta de la vida, que la baila.
En Gasteiz aún se danza. Se saborea el regreso a Primera del Alavés. Las gargantas apuran el sorbo de gloria que les brindó Villalibre, el delantero barbudo. En el instante de máxima tensión, el bardo de Gernika se mantuvo impasible y lanzó un verso desde el punto de penalti para que danzará Araba entera. Sonó su trompeta, alegre y combativa. Jovial melodía de una fiesta.
Por el territorio, de jarana, movían los hombros el pelotón del Tour, que no se para quieto. Menos aún cuando las gargantas de Euskadi, un coro pasional de cientos de miles de voces, les alegran el espíritu. El orfeón de Pike Bidea, venas en los cuellos, puños cerrados, fiesta salvaje, se fundió con Gasteiz, con la voz ronca de los festejos. Eco en las cuerdas vocales. El gol de Villalibre liberó al pueblo. La arena patina todavía en esas gargantas, dispuestas a hacerlas polvo con el Tour.
En agosto, el paraguas de Celedón las protegerá, para volverlas a rasgar. La voz ronca sólo tiene musicalidad con Leonard Cohen. Cantó Aleluya. Sí, el Tour está aquí. Primero tomó Bilbao. Después conquistó Gasteiz para desembarcar en Donostia y su aire afrancesado. En la Petit París, hermanada la ciudad con la grandeur, salió el Tour de 1992, cuando Miguel Indurain ampliaba el latifundio vasco por el hexágono.
La fuga de tres
La Y vasca no es el Tren de Alta Velocidad. Es el Tour. La T vasca, que corre como un tren bala el abecedario de Euskadi. De trenes sabe Rémi Cavagna, al que le bautizaron como el TGV de Clermont Ferrand. El francés era el maquinista de una fuga a la que se subió Neilson Powless, el único indio nativo americano del Tour y Edvald Boasson Hagen, el noruego. Salieron de la estación de Alegría-Dulantzi con el entusiasmo que se supone a los aventureros. Nadie les persiguió.
Canto a la libertad y conversaciones con el codo. El lenguaje de la mímica, el código morse de los relevos entre la tierra que se labra. El pan se gana. La fuga amasó el asfalto y se acomodó en una amplia renta. Adam Yates, de amarillo desde Bilbao, era un hombre feliz. Se fotografió con su hermano en la salida. También con su mascota, Zoe, un perro vestido de líder. Sin preocupaciones. Por los gemelos velaban John y Sue, sus padres, apostados en el recorrido
El libreto del día se alteraría más adelante entre la lluvia y la tormenta de ánimos. El empuje de la afición fue la constante. Invariable la respuesta extraordinaria del público. Homenaje al ciclismo, al Tour y al humus de un tierra enamorada de las bicis en el corazón de Euskal Herria. En Udana y Aztiria se arremolinó el gentío enfervorecido. El ánimo en cada rostro. El suelo, a ronchones de humedad, con la lluvia que entraba y salía, era un peligro. Alerta.
Un manto de inquietud y de incertidumbre fue cubriendo a los corredores. Boasson Hagen, Powless y Cavagna no eran un problema para los mejores, que subieron los decibelios a medida que las carreteras secundarias que tricotaban el paisaje verde, bucólico, se encresparon.
El UAE endurece la carrera
El UAE acampó en el frente. Estableció la jerarquía de Adam Yates, pero, sobre todo, la de Pogacar, el hombre que midió a Vingegaard en la víspera. En el pique de Pike. En Alkiza descarriló Cavagna. No era un tren de cremallera el francés. El Jumbo se personó a media luz, encapotado el cielo, jugando con la lluvia, caprichosa, el gris pintando los techos de Gipuzkoa.
Vingegaard y Pogacar, en paralelo. Powless y Boasson Hagen coronaron Alkiza. El descenso, húmedo, peligroso, burlón, no invitaba a tomarse licencias. Los caseríos, formidables, vigilaban las curvas y rezaban por la salud de los muchachos. No se contaron bajas en la bajada. Respiraron todos.
El jadeo era para Gurutze. Powless se quitó de encima al noruego. A O’Connor le agarró un enganchón. Pie a tierra. También Vingegaard y Pello Bilbao. Sufrieron un pinchazo. Chinchetas. Lo parchearon y se reincorporaron. El Tour no permite bajar la guardia. Para Jaizkibel, la montaña de la Donostia Klasikoa, un santuario del ciclismo, se imponía la tensión.
La lucha por el espacio como aquellas carreras de carretas que ocupaban las llanuras del salvaje oeste clavando banderines. Van Aert, que espera el nacimiento de su hijo en el calendario del Tour, hizo acto de presencia con su casco de Red Bull.
Duelo en Jaizkibel
El empuje del belga a modo de señuelo para los sherpas de Pogacar. Jaizkibel repartía ocho segundos de bonificación. Un botín en una Grande Boucle de mínima crono y máxima igualdad en las cumbres entre el esloveno y el danés. Cada tic cuenta en el sedimento del reloj. Segundo a segundo se construye un imperio en un Tour en el que no sobra la alta montaña.
Powless, superlativo, conmovedor de punta a punta, no tenía ninguna intención de rendirse. Se encendió el Jumbo con los antorcheros. Un esprint para enfocar Jaizkibel, el punto caliente del día. Antes se homenajeó la memoria de Txomin Perurena a su paso por Oiartzun. El fuego prendió. Pogacar descargó agua del botellín. Quería aligerar.
La ley de la gravedad aplastó a Van der Poel cuando se puso en marcha la apisonadora de la cuadrilla de trabajo de Vingegaard. Jaizkibel era una muro de afición. Baño de masas en Hondarribia. El Santuario de Guadalupe bendecía a Powless, su esfuerzo extraordinario. Gloria para él, descascarillado por el lanzamiento de Majka, la pértiga para Pogacar.
A otro nivel
Los nobles, hombro con hombro. Los dislocaron Pogacar y Vingegaard, a palos. Simon Yates quiso examinarse con ellos. Se lo quitaron de encima como quién se aparta una pelusa de la hombrera. El duelo en la cima fue espectacular. Pogacar remontó al danés, pero le costó un esfuerzo extra. Claustrofóbico su duelo. La guerra de las galaxias. Corren su propia carrera, ajena al resto. El esloveno, más explosivo, resolvió ante el campeón en curso. Coronaron con un racimo de segundos.
Pogacar quería bajar el tobogán como un niño que disfruta con el deslizamiento de la velocidad y el riesgo. Con la niebla posándose sobre las gafas de sol, Vingegaard negó la invitación. El danés sabe que su rival es más rápido y sería concederle más tiempo con el premio extra tasado en meta.
En el descenso, se relajaron ambos y por detrás entró la mochila con el resto de favoritos. Pello Bilbao, un kamikaze, se disparó. Camina o revienta. Valeroso. Se entregó al máximo. Le redujo el Jumbo pensando en un Van Aert victorioso en el Boulevard. El plan lo reventó el francés. Lafay irrumpe desde el olvido en Donostia.