- El dedo índice de la París-Roubaix señala al pavés, a las piedras duras, inclementes, calzadas añejas del sufrimiento, de la incertidumbre, del miedo y de la agitación. El pensamiento, a modo de un acto reflejo, de un espasmo, acude inmediatamente al bosque de Arenberg, a esa trinchera infinita de adoquines que talla la París-Roubaix, el mito. Las piedras causan pavor, pero son escasos los que escapan a su magnetismo, a la fascinación que provoca su leyenda. La clásica de las clásicas, el encuentro salvaje con los límites, es una breviario a la locura. Son muchos los que maldicen el Infierno del Norte, pero son incapaces de renunciar a su dura melodía de seducción. Las piedras construyen un muro en el imaginario colectivo. Al ser humano le puede el espíritu de superación, ese viaje a ningún lugar que ha de inventarse. Instruido el pelotón en las tablas sagradas de la París-Roubaix, su simbología, empastada entre piedras que diseñan un mosaico reverencial y temido, olvidaron los dorsales que el peor enemigo es el que no se ve pero se siente. Miedo psicológico. El viento, sigiloso, amenazante, destripó el lenguaje de las piedras, mudas, de repente desmemoriadas ante el ulular del viento, que por momentos se interpuso en la mitología de los adoquines.
Se entrometieron las rachas de viento en el relato y desde el Ineos, los cazadores de tormentas, domadores del viento, orquestaron una París-Roubaix inquietante para los patricios. Los abanicos, estimulados por el equipo británico cuando aún no había rastro de pavés, deshilacharon a Van Aert y Van der Poel. Su cometa se quedó sin sedal. Tuvieron que partirse la cara contra el viento. Se troceó la gran clásica, enajenada por el tumulto provocado por las aspas de molino del Ineos. De ese estrategia, la de aislar a los principales favoritos, Dylan van Baarle encontró el mayor de los tesoros en el centro de la tierra, en el velódromo de Roubaix. “No me lo puedo creer”, acertó a decir Van Baarle.
El neerlandés provocó un terremoto en Camphin-en-Pévèle, donde dejó a todos en el retrovisor. Suyo era el porvenir. Se manejó de maravilla con el viento y entabló una relación idílica con el pavés. Solo así es posible inscribir el nombre en uno de los pórticos más sagrados del ciclismo. Van Baarle voló para abrir la puerta de la París-Roubaix más rápida de la historia: 45,79 km/hora. Solo David Braislford, ideólogo del Ineos, su ajedrecista, pudo frenarle. Le recibió con un abrazo. Éxtasis tras una búsqueda de una década. Entre los rastreadores, Van Aert pudo con Küng. Demasiado lejos ambos del sueño de Van Baarle.
El viento atizó para desmadejarlo todo. Se generó el caos. La huida hacia delante en busca de las piedras y de la percusión de los cuerpos, zarandeados por el traqueteo. Una caída en el tramo de Saint-Python taponó la clásica. Renacimiento. El poder de las piedras regresó con fiereza. De ese sacrificio entre veredas cosidas con el hilo duro y lacerante del pavés, surgieron Mohoric, Devriendt, Pichon, Ballerini y Pedersen. Los dos últimos perdieron tracción. No perdona la París-Roubaix, que castiga y penaliza como ninguna. Es una criatura del averno. Todo lo fagocita. Mohoric, Devriendt y Pichon continuaron picando piedra. Mineros.
Por detrás, los más forzudos se fueron abriendo paso por los tramos de adoquín. Dinamiteros. Van der Poel, Van Aert, Küng, Turner, Van Baarle, Lampaert, Sénéchal o Stuyven trataban de cazar. En Mons-en-Pévèle, una cremallera dura de piedra, se rompió la camisa Van Aert, un prodigio. Van der Poel se desmigajó por un instante. Se empastó el grupo perseguidor. Mohoric, obstinado, peleaba contra el mundo. Devriendt apenas le seguía el rastro. Van Aert pinchó otra vez. A remontar. Otra prueba de pundonor. A Mohoric también le siseó la rueda. Pssssshhhh. Se le acabó el oxígeno por delante. Devriendt se quedó en cabeza sin quererlo. Le enfocaban con saña los favoritos, un racimo de piedras preciosas entre pavés y polvo.
Lampaert, Mohoric y Van Baarle se aliaron y dieron con Devriendt. Stuyven se encrespó. Van Aert y Küng reaccionaron. A Van der Poel le aplastaron las pedradas de Van Aert, siempre insistente. A Stuyven le mordió un pinchazo. Se desinfló. En el Carrefour de l’Arbre, Van Baarle tomó el centro aprisionado por el público, un pasillo humano. Un peluche contra la dureza del adoquín después de despegar con furia en Camphin-en-Pévèle. Mohoric se desgañitaba con Lampaert. El belga se estrelló de mala manera después de que un aficionado, que aplaudía, se entrometiera en su trazada. Lampaert derrapó antes de ser descabalgado a trallazos. Nadie era capaz de seguir la huella del neerlandés, que no era un holandés errante, precisamente. A Van Baarle le empujó el viento y le acariciaron las piedras para tallar una monumental París-Roubaix.
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