En la de Côte de Peille, el frío atenazaba, desgarraba el bienestar, y los cuerpos húmedos, empapados, entumecidos, trataban de recuperar vida. Los rostros, congelados, eran un galería de penalidades. Restaba un mundo para saludar el Paseo de los Ingleses, una de las arterías de Niza, que se traicionó con un día de lluvia y aterido. La costa azul era gris tirando a negra, el color que pudo tener Primoz Roglic, amarillo pálido, inhabitado frente al asalto feroz de Simon Yates, que le arrastró a los límites, al sótano oscuro, a un dedo de la derrota.
La impidió la luz de Wout van Aert, un neón de verde esperanza. El señor Lobo del Jumbo. Soluciona problemas. El primero cuando Daniel Martínez, tercero al final, activó la espoleta en la Côte de Peille. Entonces el belga llevó a hombros a Roglic, que se encontraba en la cordada con Nairo Quintana y Simon Yates en una jornada efervescente, puro frenesí. Van Aert templó a Martínez. Después el colombiano pinchó y se desprendió de la pista central. Desactivado Marínez, el belga, un prodigio, socorrió a Roglic cuando Simon Yates le mordió la yugular en el Col d'Èze.
JAQUE A ROGLIC
Jaque en el tablero de la París-Niza. Si no fue mate fue porque Van Aert devolvió a la vida a Roglic. Realizó una maniobra de reanimación. Van Aert cargó en su espalda de estibador a Roglic y lo transportó montaña arriba envuelto en la bandera belga, la de su maillot. Siempre fiel y leal, un sherpa inigualable Van Aert. El esloveno se quedó sin habla. De repente sin respuesta ante el inglés, un corsario al asalto en el novedoso tramo de la subida que marca el descuento de la París-Niza.
En una rampa desafiante, con los cuellos almidonados y el mentón elevado, Yates danzó con alegría. A Roglic, imperial hasta entonces, se le oxidaron las piernas y los fantasmas de la derrota le susurraron. No encontraba consuelo el esloveno. Pedaleaba plomo. Se lo limó Van Aert, que soportó la tortura para rehabilitarse y poner sus organismo a disposición de Roglic, que tuvo que parasitar en el belga para salvarse de la guillotina.
Van Aert, un coloso, soportó todo el peso de la París-Niza sobre su andamiaje de gigante. El esloveno corrió con las piernas de Van Aert. Se las prestó el astro belga para aliviar a Roglic, que se descuadró en el Col d'Èze, cuando Simon Yates se detonó. El inglés, un muelle, percutió febril. Roglic, dictatorial antes, sin regalar una mueca, comenzó a jadear. El rostro le delataba el padecimiento. Se le cayó la máscara, agrietada. Gateaba el esloveno, que se agarró a Quintana en el primer acto reflejo.
VAN AERT, AL RESCATE
Van Aert recuperó el resuello tras las primeras rampas, hirientes, picudas. Aguantó el castigo. El belga, rearmado, acudió al rescate de Roglic, al que le colgaba la baba, al límite, a un par de palmos de la capitulación. Van Aert le auxilió. Roglic le debe la París-Niza. Bamboleaba Yates, que coronó el Col d'Èze con una veintena de segundos sobre Van Aert y Roglic. Quintana tuvo que dimitir. Le atrapó después el grupo de Martínez, que retuvo la tercera plaza en la general.
El inglés se lanzó hacia el cabezal de la costa. Respiró Roglic, parapetado en Van Aert, que le guardó en el bolsillo. Cuidó de él con mimo. Miraba para atrás. No quería que perdiera el sedal de la carrera. Le serenó en la persecución. A resguardo la victoria final, Simon Yates desembarcó la dicha en el Paseo de los Ingleses, el calvario del esloveno. Van Aert regala la París-Niza a Roglic.