Un cañonazo festivo rompió la tarde. El estruendo de Alex Aranburu, un relámpago que atravesó la Itzulia. El de Ezkio-Itsaso, clasicómano, esculpió un triunfo magnífico. Exhibió Aranburu todo lo que esconde en ese andamiaje de ciclista exuberante en las calles de Sestao, que jalearon a Aranburu como a un general victorioso. La conquista del guipuzcoano le alcanzó para impulsarse al segundo lugar de la general. Se sentó a la vera de Roglic tras poner en pie la Itzulia. Aranburu encontró el tesoro después del sacrificio en el altar de Izagirre y Fraile, segundo en meta. Fue un logro en familia. Linaje celeste. Aranburu, incandescente, se regaló una actuación colosal. Solo al alcance de ciclistas con impacto. Aranburu salió del bosque de favoritos, que firmaron tablas en Sestao a pesar del tiroteo de la Asturiana, donde se revolvió la jornada. En ese ecosistema de ciclistas con galones, Aranburu dio un golpe sobre la mesa para encaramarse a la gloria. “Me he sentido bien y he aprovechado la oportunidad”, ha explicado el guipuzcoano en su mejor victoria de siempre. Aranburu fue un cañonazo que dio luz como los altos hornos, el sol que iluminaba día y noche Ezkerralde. La linterna que se dirigía al cielo. Ese recuerdo enfocó a Aranburu, la estrella que da luz a la Itzulia.

Antes de que Aranburu abriera con su lanzallamas de felicidad la Itzulia, el cielo se puso el capote y se subió la cremallera. Del gris perla al marengo. La pintura para decorar el bóveda de la Itzulia, la carrera mutante. Apagado el sol, la sastrería de Zalla era una pasarela de prendas de agua. Tonos oscuros para repeler la lluvia, para camuflarse en el anonimato. En la salida se balanceaba la sonrisa de Pogacar y la concentración de Roglic. Los dos posaron juntos. Unidos por el estatus y el idioma. El lenguaje de los aventureros es otro. La mancomunidad de la torre de Babel. El sueño no tardó en construirse. Mikel Iturria, Jon Irisarri, Martijn Tusveld y Kevin Vermaerke, Ben Gastauer, Quinten Hermans y Óscar Cabedo se hermanaron para adentrarse por carreteras secundarias queriendo ser protagonistas. Vida de fugados y mímica de cazarrecompensas. Les bastó con eso y el espíritu intacto que se les supone a los que luchan por una misma causa. Nada de preguntas ni asuntos filosóficos. Convencimiento.

La vida discurría plácida y en armonía en ambos frentes. El pelotón se balanceaba en la mecedora que dispuso el Jumbo, perezoso, al ralentí, en parajes húmedos, impregnados del verde de las montañas y melancolía. Como si aquello tuviera algo de realismo mágico. Entre los fugados, la sensación era distinta. Repudiaban la visión contemplativa. Su realismo era el de los descamisados, el de los buscavidas. Comprendían que en su camino solo les daba consuelo el aliento de un compañero accidental. Como la conversación en un compartimiento de un tren de medianoche. Iturria e Irisarri eran el escudo de armas del Euskaltel-Euskadi y el Caja Rural. Los blasones de una idea fuerza. Dar guerra. En San Cosme, los fugados disfrutaban de una dicha de 4 minutos. Entonces sonó la alarma. El Movistar cambio la cadencia. Del vals al claqué. Eso condenó a los integrantes del club de los imposibles. Bezi asomaba y la carrera era otra.

Se había acelerado el pulso. Pogacar y Landa abrieron la merienda. Energía para la caldera. A la fuga los vatios se le iban fundiendo. Piernas astilladas y migas. En la persecución, Kelderman se descolgó de la percha del pelotón por una caída, pero se recompuso al rebufo de los coches. A los fugados no les salvaría ni la llamada del gobernador. No habría indulto para ellos. Ineos, Bahrain y Astana se acodaron en la proa con la mirada torva y el gesto hosco. Al esprint para encontrarse con la Asturiana, otro de esos rincones por descubrir. El miedo a lo desconocido invocó a los líderes. En Bahrain giraron el cuello para situar a Landa en el portal. Roglic, contundente, abrió las aguas por el centro. Ineos se pintó la cara para la guerra. Todo discurría a espasmos. Un frenesí. Velocidad y nervios. Aroma de clásica. Guillaume Martin se perdió en ese festín del exceso en la aproximación a la Asturiana.

Se estrechó la carretera con el abrazo del oso de la naturaleza. Carretera sin pintura. Un escenario para la batalla. Cabedo se enroscó al último hilo de esperanza. Un gesto de orgullo. El pelotón no tenía piedad. Sin Semana Santa, los milagros tienen menor alcance. Olía a napalm. Pogacar se destapó. El esloveno, siempre agresivo y valiente, se agitó con fuerza. Carapaz resbaló entre la hojarasca subiendo. Pogacar no miró atrás. Cuando se serenó la subida, Roglic se prensó a Pogacar junto a Landa, Izagirre, Aranburu, Fraile, Schachmann, McNulty... Pogacar tensó otra vez y, de repente, se originó el caos. Hubo un momento de calma extraña. Como de bocanada de aire en suspenso. Schachmann decidió tomar vuelo. Roglic no lo dudó. Lo embolsó. Ambos se despegaron del resto. McNulty e Higuita se fusionaron. Tomaron un puñado de segundos. Lo que era rápido, pasó a ser supersónico en una cuerda de asfalto que luego fue cemento rallado.

Ataque certero

Botaron las bicis y vibraron las piernas. La coctelera de la Itzulia era pura pasión. Se descorchó entonces Aranburu, efervescente, tras la salva de aviso que lanzó Fraile. El santurtziarra fue el señuelo. Aranburu se desató después. Se rompió la camisa. Clase y potencia. En el descenso hacia Sestao, que tiene como vigía el recuerdo del alto horno, vestigio de la metalurgia que iluminaba con la antorcha del trabajo Ezkerraldea, Aranburu era un fogonazo. Puro fuego. Jinete del Apocalipsis. El de Ezkio-Itsaso se comió el asfalto a bocados. Lo derritió a su paso. Ni el muro final pudo contener a Aranburu, que alejó en quince segundos a los favoritos, a los que atravesó. Pogacar esprintó con Fraile, segundo. El esloveno rebañó cuatro segundos de bonificación a Roglic. Para entonces Aranburu bramó su alegría. Carretera y trueno. Aranburu incendia la Itzulia.