- En la posguerra, en pleno auge del desarrollismo urbano, el Gobierno italiano quiso llenar la ciudad de Matera de habitantes antiguos. Se trataba de un traslado forzoso a la modernidad. Se trataba de que abandonaran sus antiguas moradas, los sassi, casas excavadas en las rocas, para ocupar pisos y apartamentos al uso. Los políticos pensaron que aquella idea era imbatible, un ofrecimiento irrechazable, un plan genial. Quisieron arrancar a los vecinos de sus cuevas para acomodarles en pisos. No contemplaron la posibilidad de que las gentes que habían vivido durante generaciones metidos en las cuevas, les levantaran el dedo. En Matera, la idea de la prosperidad no prosperó. Nadie quiso abandonar sus cuevas. Dejar los agujeros en la roca suponía abandonar sus vidas, sus recuerdos. Los gobernantes confundieron los deseos de los habitantes de las cuevas. Es un clásico. Todo para el pueblo pero sin el pueblo.

La prehistoria tiene alma en Matera. Respira. Muchos de aquellos hogares son cavernas y las calles en algunos lugares de los sassi a menudo se ubican en los tejados de otras casas. En Matera, en ese pueblo rebelde, venció la velocidad punta de Arnaud Démare, inalcanzable el cohete francés. A diferencia de su anterior victoria, el esprinter galo no tuvo que esperar a la foto finish tan insultante fue su superioridad en el debate de la velocidad. En realidad, lo suyo fue un soliloquio. Hasta a su sombra le costó seguirle. Démare disputó un esprint pero ganó escapado. Como el inglés que subió una colina y bajó una montaña, Démare echó tierra sobre el resto de velocistas.

Hacia esa ciudad rocosa, de ciudadanos enrocados en la defensa de la familia, el honor y el árbol genealógico de las cuevas, enfiló el Giro por un paisaje de western. Bais, Whelan, Zana y Frapporti se asemejaban a los asalta diligencias que buscan la frontera en la puesta de sol. Frapporti lideraba un grupúsculo que debutaba en la carrera italiana. La calma en el pelotón obsequió un rato a Almeida, el líder, para resintonizar la radio sin agobios. Frapporti discutió con Whelan por los asuntos propios de las escapadas y se despegó un rato hasta que Whelan, enfundando en el maillot del pato loco, se encorajinó en Millota, un puerto que no lo era porque el viento soltaba directos a la cara. La decisión del australiano fue un acto de fe. Whelan era un brindis al sol en una carretera anchísima, con el viento atizándole el rostro. El padecimiento de Whelan era solaz en el pelotón, que se fue armando con paciencia de para el esprint bajo el compás del Bora. Nibali se situó en la balconada de cabeza. Tiburón. El don de los depredadores. Pello Bilbao también se situó en la línea del frente y Fuglsang se personó a la zona noble para evitar complicaciones.

Una vez ordenada la nobleza, los equipos de los velocistas tomaron el joystick de la carrera. Nada de juegos. Se estrechó la carretera y tomó altura. Una cuesta de 700 metros. Allí se agitó el final. Sagan se subió a la catapulta del Bora, sostenida por Majka, que trató de impulsarle, pero al eslovaco se le agotaron las piernas en la recta de meta. No así a Démare, que apareció de la nada ondeando la bandera francesa de la velocidad. Cuando arrancó Démare, solo le persiguió su sombra, a la que le costó cogerle rueda. Al francés le bastó con una pierna y dos dedos para celebrar su segundo triunfo en el Giro de Italia. Démare sale de la cueva.

Sexta etapa

Pello Bilbao

Jonathan Castroviejo

Víctor de la Parte

Óscar Rodríguez

Clasificación general

Pello Bilbao

Jonathan Castroviejo

Óscar Rodríguez

Víctor de la Parte