- Un tiro, un muerto. La frase, atribuible a los francotiradores, bien podría estar cincelada en el cabecero de Soren Kragh Andersen, otra vez letal en el Tour. El danés hizo diana de nuevo. Dos tiros, dos muertos. Ejecutó el triunfo como lo hizo en Lyon. Cambio de ciudad, Champagnole, y de distancia, pero su puntería fue la misma. Acertó de pleno. En el corazón. Andersen fue infalible. El danés, pleno de confianza, firme el pulso, no dudó cuando apuntó a la presa a 16 kilómetros de distancia. Ni el revuelo que había alrededor, donde revoloteaban once dorsales repletos de dinamita, alteró al danés. Andersen acompasó la respiración, se situó en un promontorio, reguló la mira y apretó el gatillo. Se detonó. El nórdico salió disparado. Un tiro. Los velocistas que le acompañaban, Bennett, de verde, Sagan que añora ese color, y Trentin querían resolver el duelo en las distancias cortas. Le miraron con condescendencia cuando desapareció de su campo de visión. Se equivocaron. Erraron su tiro. Fogueo.
"Ataqué al límite, pensé que si abría un pequeño hueco ellos se mirarían y les entrarían las dudas. Y por suerte eso fue lo que pasó", expuso Andersen. Los velocistas acertaron en que resolverían sus cuitas al esprint, pero mucho después de Andersen firmara su segundo triunfo en el Tour con el V de la victoria. Un Churchill danés. El triunfo de Andersen, su segunda etapa y la tercera del Sunweb, reveló el estupendo Tour planteado por su equipo, que sin un opositor a la general, mostró lo mejor de su catálogo con tres magníficos triunfos. Todos ellos resueltos en solitario. Nada como llegar solo. "En el último kilómetro me gritaban que tenía un minuto de ventaja y no me lo creía. Estoy sin palabras, nunca me imaginaba que podría ganar dos etapas en un mismo Tour", explicó el danés, que tuvo tiempo para la coreografía de la victoria.
Primoz Roglic piensa en la suya. 83 horas después de que partiera desde Niza, aún le queda pendiente una contrarreloj de 36 kilómetros a la Planche des Belles Filles, de la que cuelga el maná del Tour para resolver la ecuación de la felicidad tras tortuosas jornadas. "Reconocimos el recorrido de la crono en su día. Por supuesto, la subida final es muy dura. Habrá que estar fuerte y darlo todo. Después de tres semanas de carrera, tengo una idea aproximada de qué puesto puedo hacer", calcula el líder. A Roglic le aguarda un pulso cerrado con Tadej Pogacar en una habitación de 57 segundos. La vida en un minuto. El precio de la historia. Al irreverente esloveno le entusiasma el trazado de la crono. "Hice el reconocimiento y si tengo un buen día es un recorrido que me viene muy bien", apuntó dichoso antes de su gran desafío. "Si alguien me hubiera dicho que estaría en esta posición antes del Tour, nunca les habría creído. Todo es posible, pero sería realmente increíble ganar el Tour", dijo el esloveno.
Vidas cruzadas en un reloj de 36 kilómetros. Hasta este punto Roglic ha encolumnado al todopoderoso Jumbo, un acorazado a pedales que entronca con la tradición del Ineos, frente a la respuesta de insurrección de Pogacar, un veinteañero despreocupado que se ha ascendido de un respingo al asalto definitivo por el Tour. Despreocupados por el presente de una jornada para excursionistas, la mente de ambos danzaba sobre un futuro inmediato. También sus piernas, que como la del resto de favoritos decidieron combatir el estrés a pesar de un día veloz al comienzo, cuando Remy Cavagna soltó sus vatios como un ventilador que combate contra el bochorno. Después, la carrera fue adquiriendo la tonalidad de las clásicas a medida que los kilómetros se engalanaban entre contendientes con galones.
Se encauzaron los ataques en una docena de dorsales donde sobresalían las aristas de los clasicómanos y los velocistas. Oliver Naesen instigó un movimiento que dio cobertura a Luke Rowe, Peter Sagan, Sam Bennett, Dries Devenyns, Jasper Stuyven, Greg van Avermaet, Matteo Trentin, Jack Bauer, Luka Mezgec, Nikias Arndt y Soren Kragh Andersen. Doce hombres sin piedad. Pero Andersen, como Henry Fonda en el filme de Sidney Lumet, fue capaz de sembrar la duda. Lo que parecía evidente, la unanimidad de un esprint con el fulgor del maillot verde como decorado de la lucha entre Sagan y Bennett, saltó por los aires cuando restaban 16 kilómetros. El danés, perfectamente camuflado en el anonimato, se encaramó en lo más alto. Nadie pudo seguirle. El danés era un proyectil que se incrustó en el centro de la diana de Champagnole. Andersen no quería esperar.