La final de los 100 metros de Seúl 1988 es una de las más recordadas en la historia de los Juegos Olímpicos. Dos atletas de máximo nivel y con un enorme tirón mediático, Carl Lewis y Ben Johnson, protagonizaban un duelo muy esperado rodeados de varios atletas en muy buena forma como Calvin Smith y Linford Christie. Ganó Johnson con un por aquel entonces estratosférico 9,79 y el podio lo completaron Lewis (9,92) y Christie (9,97). Cuarto fue Smith con 9,99. Por primera vez, cuatro atletas habían bajado de los diez segundos en la prueba reina de la velocidad. Ben Johnson lo celebraba y los aficionados enloquecían.
Sin embargo, la carrera no es recordada por sus marcas. El dopaje lo manchó todo. Horas después se conoció el positivo del canadiense, en una época en la que ni las federaciones de cada país ni los organismos internacionales controlaban de forma adecuada el dopaje. Los años anteriores a Seúl 88, las vidas de Johnson y Lewis, su personalidad y las consecuencias de aquella cita vertebran el libro La carrera más sucia de la historia, escrito por el periodista escocés Richard Moore, publicado hace cinco años en el Reino Unido coincidiendo con el 25 aniversario de la cita y traducido ahora por Libros de Ruta. Han pasado 30 años, pero la historia sigue resultando apasionante.
Las carreras de Carl Lewis y Ben Johnson, ambos nacidos en 1961, comienzan a cruzarse en los Juegos Olímpicos de 1984, en Los Ángeles. Un año antes, el estadounidense ya había ganado el salto de longitud y los 100 metros en el Mundial de Helsinki, mientras que el canadiense quedó eliminado en semifinales. Su mejoría en apenas doce meses fue enorme, ya que en Los Ángeles logró el bronce, aunque esta actuación fue totalmente oscurecida por el éxito de Lewis, que se colgó cuatro oros y confirmó su supremacía como mejor atleta del mundo. Eso sí, no llegó a tener ni el cariño mediático ni de público que merecían su nivel, debido a su carácter reservado e incluso a su forma de vestir, avanzada para entonces. Se rumoreó que era homosexual y los periodistas lo llamaban el marica volador. Johnson, por su parte, era visto como alguien poco inteligente, percepción a la que no ayudaban su timidez y el hecho de que fuera tartamudo.
Tras los Juegos de 1984, Carl Lewis se relajó y eso, unido a una lesión, hizo que su rendimiento bajara ligeramente. Mientras que el de Ben Johnson subía, con lo que el canadiense logró batir por primera vez al estadounidense en 1985. La rivalidad empezaba ya a crecer, al igual que los rumores sobre el dopaje en el atletismo. Pese a que la Federación Internacional de Atletismo (IAAF) no quería verlo, o no quería ponerle freno, era un tema recurrente entre periodistas o incluso entre los propios médicos que se encargaban de esos controles antidopaje. Algunos tienen voz en el libro de Richard Moore y hablan de muestras perdidas de camino al laboratorio, positivos que se pasaban por alto...
En 1987 el problema del dopaje, sobre todo el uso de esteroides, estaba ya muy extendido. Ben Johnson, que había contratado a un médico libanés, Astaphan, de dudosos métodos, fue el más rápido en el Mundial de Roma. Curiosamente, todas las personas que se encargaban de llevar a cabo los controles antidopaje y revisar las muestras no pueden garantizar al autor del libro que Ben Johnson pasara su correspondiente control antidopaje tras ganar la final. El entonces presidente de la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo, el italiano Primo Nebiolo, se encargó de llevárselo consigo tras el triunfo para dar una ronda de entrevistas con los medios y evitar así los controles. Hecho que demuestra que por aquel entonces los atletas y sus médicos actuaban con total -o casi total- impunidad, porque también había positivos, aunque habitualmente en atletas de segunda línea.
Incluso a Carl Lewis se le tapó un positivo un año después, en las clasificatorias de Estados Unidos para Seúl 1988. Su muestra dio positivo por pseudoefedrina, efedrina y fenilpropalamina. “De haberse hecho pública (la carta enviada por el Comité Olímpico de Estados Unidos al propio Lewis), hubiera puesto el mundo del atletismo patas arriba. Pero no fue así”, dice el autor del libro. De hecho, esto se supo años después. En ese momento, el positivo se tapó y quedó “como una advertencia, no una suspensión”, lo que permitió al atleta participar en los Juegos de 1988.
Así llegaron los dos atletas a Seúl. Los focos los apuntaban, los aficionados los esperaban y el dopaje pululaba por ahí, sin que fuera aún de dominio público. Pero lo fue tras la carrera. La victoria de Ben Johnson fue brillante, pero horas después saltó la noticia. En las muestras de orina del canadiense se encontraron restos de estanozolol, así que fue desposeído de su medalla de oro. En conversaciones con Richard Moore, Johnson -Lewis, por cierto, no quiere hablar con el autor del libro- niega haberse dopado (también lo negó en su momento) y mete a una tercera persona de por medio, un tal Andre Jackson, que era amigo tanto de Lewis como de Johnson, que en el momento del control antidopaje estaba en la sala con el canadiense y que, según este, habría manipulado su muestra de orina.
Ben Johnson llega a decir que años después Andre Jackson le reconoció haber manipulado su orina y que tiene “grabada la confesión”, pero que no encuentra la cinta. Una teoría cuando menos rocambolesca la que plantea el exatleta a Richard Moore, que también habla con el que quizás es el gran damnificado de aquella carrera, Calvin Smith, un atleta menos mediático, pero de gran nivel -llegó a tener el récord del mundo de los 100 metros con una marca de 9,93 en 1983-. Smith fue cuarto en aquella carrera y considera que “merecía el oro”. No le falta razón, porque los tres que quedaron por delante (Johnson, Lewis y Christie) o bien fueron sancionados o bien estuvieron envueltos en polémicas sobre dopaje no resueltas.
La carrera más sucia de la historia
363 páginas
Richard Moore
Libros de Ruta