- “No me lo creo, no me lo creo, no me lo creo”, decía en una nube, aún soñando, reverberando la voz de la juventud, Óscar Rodríguez en la cumbre de La Camperona, otra cima para el ciclismo vasco, de nuevo en lo más alto. Se pellizcaba la alegría Rodríguez, tan inmensa que reía mientras los ojos se le humedecían por dentro. La emoción no tiene límites. Tampoco Óscar Rodríguez, puro éxtasis, memorable su actuación en La Camperona, donde ondeó la rebeldía y la ambición. También la ikurriña. La misma que palpita en el corazón del Euskadi-Murias. Sus lágrimas fueron las de todo el equipo. El lloro de la alegría compartida. En familia. Campeón cerca del cielo, donde reposa la gloria, Óscar Rodríguez fue un gigante que estrujó con el entusiasmo de los locos apasionados una victoria para el memorándum del ciclismo vasco, de regreso con un equipo a la Vuelta después del desvanecimiento del Euskaltel-Euskadi. Su logro en La Camperona, la cima que a tantos laminó, fue un hito. La coronación del sueño de la formación que gobierna Jon Odriozola, al que le encanta imaginar imposibles. “Óscar va para estrella, ya es una estrella y seguirá trabajando para llegar alto. Para él y para el equipo es un sueño cumplido”, dijo con la emoción contenida el mánager de la formación. Antes, lloró. “Esto es histórico. En el coche hemos llorado como Magdalenas. Euskadi ha vuelto a lo grande a primer nivel mundial”, apuntó Odriozola.
Óscar Rodríguez, el joven talento de Burlata, lo hizo posible en una ascensión que gestionó de maravilla. “Miré el potenciómetro y sabía que podía ganar”, explicó el ciclista, debutante en la Vuelta, como su equipo, que le gritó desde el coche que la victoria era suya. Que nadie podría quitársela. Óscar no escuchó el mensaje en medio de la algarabía porque se “me cayó el pinganillo”. Mejor. Oyó el griterío, el ánimo, la respiración, el retumbar de su latido, directo a los incunables de la carrera tras su estruendoso logro. En meta dejó de pensar. Estalló. Rodríguez solo se alteró cuando se le desataron los brazos para agitarlos de pura dicha y lanzar un puñetazo a la historia después de la más grande de sus conquistas. Antes, se manejó con la solvencia y el pulso de un cirujano para desentrañar una victoria formidable con un remonte prodigioso. Esperó su momento y llegó su hora. Fue un flechazo al corazón de la Vuelta. Lo logró con perseverancia cuando Majka y Teuns, hijos como Óscar Rodríguez de una escapada enorme, se destacaron en las paredes de La Camperona, donde se estamparon muchos, entre ellos Ion Izagirre, que perdió tracción ante Quintana y Yates, los mejores entre los favoritos, que se anudaron en medio minuto en el primer examen del tríptico de montaña. Herrada, el líder, desconectó en las entrañas de La Camperona, pero mantuvo vivo su sueño.
El sueño de Óscar, el último recluta del Euskadi-Murias para la Vuelta, fue una explosión formidable en una montaña que invocó a los grandes de la carrera. El navarro coló su candidatura donde nadie le esperaba, aunque en La Covatilla dejó su rastro y Odriozola reveló que “lo habíamos guardado para esta etapa”. En La Camperona, un muro criminal en sus tres últimos kilómetros, Rodríguez redactó un guion estupendo. Dejó que las crestas de Majka y Teuns tomaran unos metros. Él se encomendó a los datos que le aportaba el potenciómetro. Refractario a los cambios de ritmo, evitó exceder el contrarrevoluciones. Sabía en sus adentros que tenía una marcha más. Habían estudiado en vídeo la subida por la mañana. Majka y Teuns comenzaban a gatear ante unos desniveles brutales que jugueteaban al 20%. Tartamudeaban la ascensión mientras el navarro deletreaba de carrerilla. Rodríguez se colgó de ellos. Les observó. En esas caras se vio ganar. “Cuando he pasado a Majka y a Teuns he visto que tenían mala cara, yo podía ir más rápido, les he pasado y he visto que ganaba”, relató sobre su hazaña. Apenas respiró profundo un par de veces y se impulsó como un cohete. Un viaje a la Luna. “No pensaba que ganar estuviera a mi alcance y menos en la Vuelta a España”, se sinceró.
el destino Tomó altura. Óscar Rodríguez entró en órbita. Majka y Teuns miraban estupefactos. Dejó la estela de la desesperanza para el polaco y el belga. El navarro, criado en el Lizarte como aficionado, ató las piernas de Majka y Teuns, que arrastraban una bola pesada. Óscar Rodríguez iba en globo, disfrutando de las vistas y del jaleo del coche de equipo, que era una fiesta y una angustia. Esa mezcla única de sensaciones. El navarro era el catalizador de todo aquello, del esfuerzo de años, de la semiclandestinidad, de los días sombreados antes de que el sol resplandeciera para el Euskadi-Murias, un equipo aún imberbe pero con la barba hirsuta de los grandes aventureros. Lejos de Óscar Rodríguez, los favoritos se amontonaron en una subida irrespirable, agónica. En ese lugar que es un sinvivir. Quintana y Yates enseñaron su dorsal al resto de los candidatos. En una montaña angulosa que deformó los rostros, que los dejó sin marco y con la nariz arrugada por el dolor, Rodríguez era un hombre nuevo. Recuperó su mejor pose un año después de que se le partiera la cara en una etapa de la Vuelta a Castilla y León con final en La Camperona. “Me caí, me di un trompazo y me rompí la cara. Esto ha sido el destino”, describió Rodríguez, reconstruido por la dicha. El navarro se llevó el premio al mejor guion. Un Oscar para Euskadi.