Bergen (Noruega) - La magia, la belleza, el hipnotismo que provoca el arcoíris, ese maravilloso capricho de la naturaleza, el puente de los sueños, el mejor de los arcos, tan bonito como efímero, es el hogar de Peter Sagan, un corredor de fantasía. No se baja el eslovaco del arcoíris. Le gusta ser de colores. Lo mismo asome en Richmond, en Catar o en Bergen. Su última conquista fue la tercera de manera consecutiva. Nadie en la historia del ciclismo posee semejante registro. 2015, 2016 y 2017. La saga de Sagan. Todos son el mismo año para Sagan, un tipo que vale un mundo, o tres. Ninguno como él. Ni cuando aparece con el pelo corto y parece otro.

Sagan es fuerte como un Sansón y no hay Dalila que le recorte la clase, la fuerza y el magnetismo que desprende. Es un torrente el eslovaco, un río salvaje. Un trallazo. Un fogonazo. Ni todos los países pudieron con él. No existió dique de conteción capaz de doblegar a esa fuerza de la naturaleza, a un corredor sin parangón, que ascendió al Olimpo sin equipo, pero con la familia, Juraj su hermano corrión junto a él y algunos amigos de otras selecciones.

En el entretiempo su hermano cuidó de él y le ofreció la mano Polsterberg, un austriaco que corre en el mísmo equipo pero en un país distinto. Sucede que Sagan es transfronterizo. Universal. Ciudadano de munfo. La bandera del ciclismo. Es de todos los colores. Para enfundarse el maillot arcoíris se vistió de camuflaje durante la tremenda travesía del Mundial, 267 kilómetros. Se rompió la camisa en el último fotragama.

A pecho descubierto. De repente, por arte de magia, Sagan apareció en el centro del escenario. Siempre él. Fotogénico, espectacular, para lucir su mejor pose. En medio de la acción se metió a la chepa del noruego Kristoff. El fortachón noruego le discutió la gloria hasta el tuétano, pero el riñón de Sagan es de oro. Lanzó su entusiasmo en el momento exacto, siempre puntual cuando se trata del Mundial, y alzó otro triunfo mayúsculo por delante de Kristoff y Matthews. Un mundial, el tercero consecutivo, a punta de velocidad.

Sagan vive deprisa. Es un genio. Un adelantado a su tiempo. Su historia es la Historia. En Bergen, derribada la maldición del arcoíris, que enluta a quienes lo han lucido, como si tantos colores se conviertieran en un no color, Sagan logró una corona de tres puntas. Campeón en tres continentes distintos. Rey de reyes en América, Asia y Europa. “No es fácil, a cinco de meta pensé que se nos había ido, pero hubo cambios. Hubo gente que lo intentó, como Gaviria, y luego en el sprint, increíble. Volver a ganar es increíble para mí. Siento algo especial, por supuesto. No cambia nada, pero es muy bonito, claro”, dijo Sagan tras dejar su huella en los árcanos del ciclismo. Sagan se elevó por encima de Alfredo Binda (1927, 1930 y 1932), , Rick van Stenberger (1949, 1956 y 1957), Eddy Merckx (1967, 1971 y 1974), y Óscar Freire (1999, 2001 y 2004), tricampeones todos ellos, que sin embargo necesitaron más respiro entre oro y oro. Sagan es una mina. Solo Moreno Argentin, cuatro veces campeón del Mundo, somete en el histórico al eslovaco, que con 27 años no se le observa límite. Sagan es infinito. La suya es otra dimensión. Como el arcoíris, con ese toque celestial, que tiene una explicación científica, pero con eso no se convence a un niño.

A Sagan los niños le entienden a la primera. Corre como ellos. Libre, sin ataduras ni estrategía. Es un un aventurero y el Mundial el patio de su recreo, el lugar donde echar unas carreras y echarse unas risas. Diversión pura. Supo Sagan estar cuando se le esparaba porque antes apenas dio señales de vida. Se supo de él en la salida, cuando saludó a David Lappartient, nuevo presidente de la UCI. El monarca es Sagan.

Después de esa pose protocolaría, el eslovaco gobernó la carrera desde el desgobierno. Como es un solista, Sagan dejó que los coros de las grandes potencias vociferaban mientras el descontaba vueltas en silencio, tamborileando el desenlace, a la espera del Do de pecho. El Mundial se despertó con una fuga clásica, de puro entreteniemiento. En ella se colaron Andrey Amador (Costa Rica), Connor Dunne Irlanada), el pívot del ciclismo, Kim Magnusson (Suecia), Mati Manninen (Finlandia), Salah Mraouni (Marruecos), Elchin Asadov (Azerbaijan), Alexey Vermeulen (EEUU), el sudafricano Will Smit, Sean McKenna (Irlanda) y el albanés Eubert Zhupa. Sagan silbaba. Calentando sus cuerdas vocales.

el desenlace La República Checa y Bélgica se hermanaron para relanzar otro Mundial, el de verdad, el serio. Volver a empezar. A falta de tres giros al circuito, se arremolinaron De la Cruz, Tim Wellens, De Marchi, Eiking, Haig, Pantano, Haller y Lars Boom. Sagan no se inmutó. Lo de siempre. Su mundo es ese. El de Arquímides. “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Apagada esa mecha, se iluminó Alaphilippe. El francés, un muelle, se disparó en Salmon Hill, la cota que aceleró la carrera. Gianni Moscon, el potente italiano se encoló Alaphilippe y también a un coche de equipo, por lo que fue posterioprmente descalificado.

Ambos cruzaron las miradas y se imaginaron con las medallas. Los metales preciosos son unos magníficos señuelos. Kiriyenka y Polsteberger les persiguieron. Querían parte del botín. El Mundial, de lleno en su desenlace. Entonces, se agitó Fernando Gaviria. El impulso del colombino contribuyó al efecto dominó, logró que el grupo principal, de unas 25 unidades, se adentrará en el la recta definitva a jugársela al sprint. Sagan que pensaba que a cinco kilómetros de la meta, se le desvanecía el sueño, estaba donde quería 267 kilómetros después. Se encontró frente a la Historia. Persiguió la rueda de Kristoff, el primero en soltar el látigo. Sagan le rebasó. Kristoff, con un país empujándole, no se venció y mantuvo el pulso. Llevó al límite a Sagan. Sucede que al eslovaco no se le conoce límite y se estiró unos centímetros que valen oro. El golpe de riñón le coronó y se pintó de todos los colores. Otra vez en el cielo. Sagan es el arcoíris.