londres. La próxima vez que Andy Murray vuelva al All England Lawn Tennis Club de Wimbledon podrá mirar fijamente a la estatua que preside una de sus entradas. Cuando camine por los pasillos, podrá detenerse a mirar en las paredes las imágenes antiguas de un señor que hasta ayer monopolizaba la leyenda del tenis británico. El próximo año, nadie volverá a preguntar a Murray por el legado de Fred Perry, el último tenista nacido en suelo británico que había ganado el Grand Slam de la hierba. Eso ocurrió hace 77 años, en 1936, cuando solo el 7% de los actuales súbditos de la Reina Isabel había nacido.

En la cuarta bola de partido, Andy Murray acabó con la sombra de Fred Perry que le ha perseguido desde que se convirtió en la nueva esperanza del tenis de las Islas Británicas. La final perdida el año pasado ante Roger Federer, la medalla de oro olímpica ganada en tan magno y verde escenario no eran suficientes. Esa copa dorada que el de Dunblane abrazó, alzó al cielo, miró con emoción y escrutó en cada una de sus curvas era el objetivo, el trofeo que le debía hacer saltar la barrera de la historia, del respeto eterno de sus compatriotas.

Murray tiene su segundo Grand Slam tras el US Open del año pasado y, lo más importante, ha cerrado la brecha que le separaba de los otros tres dominadores del circuito que han vencido en 32 de los 35 últimos grandes. Novak Djokovic cedió de forma más holgada de lo esperado en una final que careció de emoción, más allá de la que le dieron los 15.000 espectadores que abarrotaron la Pista Central de Wimbledon y los miles que se ubicaron en la vecina colina Henman para seguir el partido que muchos llevaban esperando toda su vida.

Y el escocés no les defraudó. En un partido de intercambios largos bajo un sol de justicia, Murray se mostró más firme y regular que el número 1 del mundo que, dubitativo en muchos momentos, cerró el duelo con 40 errores no forzados. El primer set cayó del lado del británico después de llenarse de confianza al romper el saque de su rival en blanco en el séptimo juego. Su saque funcionaba mejor que el de su rival y, sólidamente anclado en la línea de fondo, encontraba los puntos que necesitaba para poner el partido de su lado.

entereza mental Pero enfrente estaba otro jugador de leyenda que se puso 4-1 a favor en el segundo set. No obstante, Andy Murray exhibió entonces eso que le ha permitido convertirse en alternativa al trío estelar. De un año para acá, es un jugador más maduro y más sólido mentalmente, que no se desespera y sigue con su plan. Vamos, lo que hacía como nadie Ivan Lendl, el hombre al que hay que atribuir este cambio de actitud del jugador de Dunblane. Por eso, levantó esa situación crítica y sumó siete de los siguientes ocho juegos para anotarse en blanco con su servicio el segundo set y colocarse 2-0 en el tercero.

Djokovic reaccionó a la desesperada, cambiando el ritmo para tratar de confundir a un Murray al que Fred Perry le hablaba a la oreja. El de Belgrado enlazó cuatro juegos seguidos, pero el mejor Djokovic no estuvo ayer. El instinto asesino le abandonó por un día, desperdició todas sus oportunidades y dejó que Murray, brillante al resto, le rompiera dos veces más el saque. Con 40-0 a favor, toda Gran Bretaña esperaba el punto de la gloria, 77 años después. Djokovic logró, incluso, una ventaja, pero Andy Murray, el nuevo Andy Murray, sujetó los nervios y, a la cuarta bola de partido, alejó a raquetazos el fantasma de Fred Perry. Una leyenda se acaba, quizás nacerá otra en la hierba de Wimbledon.